BS CAM Salí de la ciudad de Carchá a las 6.30 am con indicios de un día excepcional: ni frío ni caluroso. Llegué a Sesalché I a las 8:00 am bajo una ligera lluvia fina, chipi chipi la llaman aquí, o mus mus hab en lengua qeqchí. Eso no me hizo gracia, pues estoy recuperándome de problemas bronquiales.

De tanto subir y bajar por una carretera que, además de continuos altibajos, se divierte en enroscarse en las cambiantes montañas, por fin llego a la aldea. A tan temprana hora, los feligreses se contaban con los dedos de la mano. Eso me permitió disfrutar del paisaje montañoso, de intenso verde por las extensas plantaciones de maíz. Fui invitado a tomar un café calentito en la rústica cocina con el infaltable tzu´uj, una tortilla grande y gruesa con frijoles incrustados.

En el piso de tierra de la cocina bailaba un fuego sabroso que mantenía caliente una generosa olla de café. Los pocos feligreses saboreábamos el café con tzu´uj y el calorcillo de la fogata. Con esos providenciales complementos, podíamos reírnos de la llovizna fría exterior.

Los feligreses comenzaron a llegar en pequeños grupos familiares. La amplia ermita empezaba a animarse con los jóvenes músicos y las jóvenes cantoras. Este día no habría ni bautismos ni matrimonios. Eso me dejaba tiempo libre para atender confesiones, lo cual fue providencial. No siempre es fácil prestar ese servicio cuando hay mucho trabajo burocrático por delante.

Motivé a los presentes para aprovechar la ocasión de celebrar una buena confesión. ¿Dónde me instalaría para recibir a los compungidos penitentes? En la ermita no, porque el conjunto musical y las cantoras impedirían con sus poderosos amplificadores cualquier posible diálogo interpersonal. El sagrario es una capillita independiente separado de la iglesia; allí tampoco, porque es el primer lugar a donde va a rezar la gente conforme van llegando. Descubrí un recinto algo viejo, con una puerta cerrada. ¿Qué hay allí?, pregunto. Es el espacio para guardar la cruz, una gran cruz de madera, muy vieja. Al pie arde una llama alimentada por un grueso pedazo de incienso. Decido que es el lugar más oportuno para salvar la confidencialidad de las confesiones. En dos por tres llevan dos sillas, extienden una pequeña alfombra vegetal y ... listo para recibir penitentes.

Sorpresa. Ante mí desfilan ordenadamente hombres, mujeres, ancianos, jóvenes (ellos y ellas). Me emociono. Dispongo de todo el tiempo del mundo para escucharlos. Cada quien confiesa sus pecados en actitud humilde, sincera, transparente. Algún drama doloroso, alguna debilidad detestada, algún propósito de enmienda. Reparto palabras de aliento y de confianza en Dios padre misericordioso. No hay prisa.

En aquella comunidad tan retirada, en aquel entorno tan hermoso, en aquella soledad gratificante me sentí padre de esos hermanos en la fe, sencillos pero ricos en espiritualidad, que confiaban en mí por el simple hecho de que yo era un sacerdote. Creo que han sido las mejores confesiones de mi vida.

 

 

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