Foto por: ANS «¿Qué debo hacer?» preguntaba Don Bosco al buen Don Cafasso.
«¡Ven conmigo y mira!»,
le respondía el amigo y maestro.
Así Don Bosco conoció a los jóvenes en la cárcel.

Esa experiencia lo consternó: «Me decía a mí mismo: Estos muchachos deberían encontrar fuera de aquí a un amigo que cuide de ellos, que les asista, les instruya, les conduzca a la iglesia en los días festivos...». Les llevaba pequeños obsequios, les daba alguna buena palabra, buscaba hacerles reflexionar; prometían ser más buenos. Pero cuando volvían, todo era como antes. Una vez, Don Bosco explotó en llanto.

–¿Por qué llora ese sacerdote?, preguntó uno de los jóvenes encarcercelados.
–Porque nos quiere. Incluso mi madre lloraría si me viera aquí dentro.


Ese era el corazón de Don Bosco.

Para quien no tenía familia, para quien se sentía solo en el mundo, para quien había perdido el afecto de algún ser querido, para quien no había conocido nunca el amor y se sentía rechazado siempre, descubrir el afecto paterno de Don Bosco, materno de mamá Margarita y fraterno de la comunidad oratoriana era revivir o vivir por primera vez. Los muchachos no iban a buscar un sacerdote; iban a buscar al padre, al hermano, al amigo. Una presencia profundamente humana, buena y generosa, de paciencia inagotable, que le permitía ponerse al servicio del último en llegar, sin importar la hora en que hubiera llegado.
Testimonió Don Felix Reviglio: «... les permitía estar continuamente a su lado, de manera que no había aún terminado su frugal comida o cena y ya los jóvenes estaban en su pequeño comedor para rodearle. No obstante la molestia que seguramente le causábamos, toleraba con bondad los arrebatos de nuestro reconocimiento. Yo entonces, tal vez más necesitado de su celo, pude varias veces, en cuclillas bajo la mesa, posar mi cabeza en sus rodillas».

Y Don Pablo Albera afirmaba: «Don Bosco educaba amando, atrayendo, conquistando y trasformando. Nos envolvía a todos y casi por completo una atmósfera de contento y felicidad, en la cual estaban prohibidas penas, tristezas y melancolías... Todo en él tenía para nosotros una potente atracción: su mirada penetrante y tal vez más eficaz que una prédica; el simple movimiento de su cabeza; la sonrisa que le afloraba perene de los labios, siempre nuevo y variado, y sin embargo siempre tranquilo; la flexión de la boca, como cuando se quiere hablar sin pronunciar palabra; las mismas palabras espaciadas en un modo en lugar de otro; el porte de la persona y su andar ligero: todas estas cosas operaban en nuestros corazones juveniles a modo de un imán al que no se puede escapar; y aunque hubiera sido posible hacerlo, no lo habríamos hecho ni por todo el oro del mundo, tan felices estábamos por su singular ascendiente sobre nosotros, que en él era la cosa más natural, sin pose ni esfuerzo alguno».

El libro de la pedagogía de Don Bosco es su vida

Los educadores no se vuelven “vigilantes”: son padres, hermanos y amigos que enseñan a pensar, reflexionar, valorar. La clave de todo es la presencia en medio de los jóvenes. En la mente de Don Bosco la educación se transmite a través del contacto personal, casi como si fuera un intercambio de energía. Mientras le fue posible, Don Bosco dejaba todo el resto, para estar presente en el patio con sus muchachos. Para él era simplemente el modo de vivir la Eucaristía: «Hasta mi último será para mis queridos jóvenes».

En el Sínodo al que he participado, la voz de los jóvenes nos ha despertado. Con orgullo nos han pedido ser valientes para testimoniar con la vida lo que proclamamos y lo que de veras creemos. Se necesitan testigos adultos más allá de hombres de Iglesia, porque en el mundo hay una gran falta de paternidad y maternidad.

Debemos continuar dando respuestas, no sólo en las parroquias, en las escuelas, en los oratorios, en los centros juveniles, en las casas de acogida para chicos en situación de calle... La visión es más amplia: en estos espacios, que me son familiares como salesiano, se puede realizar una verdadera y auténtica, madura y sana maternidad y paternidad. A veces un educador es un amigo, o debe ser un hermano para los muchachos, pero ser un verdadero padre o madre para los muchachos es uno de los grandes dones que se deben seguir otorgando. Es transmitir la sabiduría de la vida.

Nuestros jóvenes deberían oírnos decir que los amamos, y que queremos realizar un itinerario de vida y de fe junto a ellos. Nuestros jóvenes deben sentir nuestra presencia afectiva y eficaz entre ellos. Deben oír que no queremos ni dirigir sus vidas ni imponerles cómo deberían vivir, sino que queremos compartir con ellos lo mejor que tenemos: Jesucristo, el Señor. Deben escuchar que estamos aquí para ellos y, si nos lo permiten, para compartir su felicidad y sus esperanzas, sus gozos, sus dolores y sus lágrimas, su confusión y su búsqueda de sentido, su vocación, su presente y el futuro.

¿Comó se demuestra la existencia de Dios?

Un niño preguntó a su mamá:
–Según tú, ¿Dios existe?
–Sí.
–¿Cómo es?
La mujer atrajo a su hijo hacia sí.
Lo abrazó fuerte y dijo:
–Dios es así.
–Ya entendí–, dijo el niño.

Los jóvenes deben oír que les estamos susurrando a Dios. Quizá no alcanzaremos una ortodoxia y una ortopraxis extraordinarias, pero escucharán, a través de nuestra pequeña mediación, que Jesús les ama y acoge siempre.

Entonces, como Don Bosco en aquellas últimas misas en la Basílica del Sagrado Corazón, entenderemos que habrá valido la pena.

 

 

 

 

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