En el relato evangélico de Juan, capítulo 6, versículos 4-14, que presenta la multiplicación de los panes, tenemos algunos detalles en los que me detengo un poco cada vez que medito o comento este pasaje.
Todo comienza cuando, ante la «gran» multitud hambrienta, Jesús invita a los discípulos a asumir la responsabilidad de darles de comer. Los detalles a los que me refiero son, en primer lugar, cuando Felipe dice que no es posible asumir esta petición debido a la cantidad de gente presente. Andrés, en cambio, aunque señala que «hay aquí un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces», inmediatamente infravalora esa posibilidad con un simple comentario: “¿pero qué es esto para tanta gente?” (v.9).
Simplemente quiero compartir con ustedes, queridos lectores, cómo nosotros los cristianos, que estamos llamados a compartir la alegría de nuestra fe, podemos a veces, sin saberlo, contagiarnos por el síndrome de Felipe o del de Andrés. ¡A veces incluso de ambos!
En la Iglesia, la Congregación y la Familia Salesiana, los desafíos son constantes. No se trata de buscar comodidad o certezas prefabricadas. Ser parte del cuerpo de Cristo nos llama a no evadir la realidad, sino a comprometernos con ella. Estamos invitados a mirar el mundo con los ojos de Jesús y a responder desde el amor que brota de su corazón, viviendo para los demás según su ejemplo y enseñanzas, implicándonos plenamente en la historia humana.
El síndrome de Felipe
El “síndrome de Felipe” es peligroso por su sutileza: surge cuando se analiza la realidad con lógica humana, sin dejarse interpelar por el sufrimiento ajeno. Aunque Felipe seguía a Jesús, su mirada era racional, distante y estática. Así, el necesitado deja de ser responsabilidad propia. Es la actitud de quien justifica que el refugiado, el pobre o el enfermo enfrenten solos sus problemas. Esta forma de pensar está muy lejos de la mirada compasiva y desafiante de Jesús.
El síndrome de Andrés
Le sigue el síndrome de Andrés. No digo que sea peor que el síndrome de Felipe, pero le falta poco para ser más trágico. Es un síndrome fino y cínico: ve alguna posibilidad, pero no va más allá. Hay una pequeñísima esperanza, pero humanamente no es viable. Entonces se acaba descalificando tanto el don como al donante. Y el donante, al que en este caso le toca la “mala suerte”, es un muchacho que simplemente está dispuesto a compartir lo que tiene.
Hoy persisten estos dos síndromes dentro de la Iglesia, incluso entre pastores y educadores: apagar la esperanza y dejarnos llevar por clichés que impiden ver la sorpresa de Dios. Esta actitud limita nuevas oportunidades y nos encierra en interpretaciones reduccionistas. Si no estamos atentos, corremos el riesgo de ser profetas de nuestra propia ruina, atrapados en una lógica humana e intelectual que termina por apagar la mirada evangélica hasta hacerla desaparecer.
Cuando esta lógica humana y horizontal se ve cuestionada, uno de los signos de defensa que aparece es el del “ridículo”. Quien osa desafiar la lógica humana porque deja entrar el aire fresco del Evangelio será ridiculizado, atacado, objeto de burla. Cuando esto ocurre, curiosamente podemos decir que estamos ante un camino profético. Las aguas se agitan.
Jesús y los dos síndromes
Jesús supera los dos síndromes acogiendo lo poco y dándole valor, abriendo así un espacio de fe y profecía. No basta con interpretaciones autorreferenciales; seguirlo exige ir más allá del pensamiento humano y mirar con sus ojos. Jesús no pide soluciones, sino la entrega total de nuestro ser. El peligro está en quedarnos paralizados por nuestras propias ideas y apegos, sin responder generosamente a su llamada.
La generosidad confiada en la Palabra de Jesús permite experimentar la abundancia de su providencia. El pequeño don del muchacho dio fruto porque no prevalecieron los dos síndromes, sino la fe y la entrega.
El papa Benedicto XVI explica que el milagro de la multiplicación nace del gesto sencillo de un muchacho que ofrece lo poco que tiene. Jesús no pide lo que no poseemos, sino que, al compartir generosamente, Dios puede multiplicar nuestros pequeños gestos de amor y hacernos partícipes de su don.
Ante los desafíos pastorales que tenemos, ante tanta sed y hambre de espiritualidad que expresan los jóvenes, procuremos no tener miedo, no quedarnos aferrados a nuestras cosas, a nuestras formas de pensar. Ofrezcamos a Él lo poco que tenemos, confiémonos a la luz de su Palabra y que esta, y sólo esta, sea el criterio permanente de nuestras decisiones y la luz que guíe nuestras acciones.