tm13 ver Aquel día Mamá Margarita decidió ponerse manos a la obra. Los primeros jóvenes que fueron hospedados en casa de Don Bosco daban qué hacer. Se arremangó y comenzó pacientemente a cultivar la tierra. El prado que circundaba las viviendas de la casa anexa a la capilla Pinardi se fue convirtiendo, poco a poco, en un pequeño y fecundo huerto. Campesina experimentada, la madre de Don Bosco sabía que era necesaria la paciencia para trabajar la tierra y hacer crecer el fruto. Pimientos, cebollas, tomates, habichuelas… se convirtieron en el menú más apreciado de aquellos muchachos hambrientos. Nos dice Félix Reviglio recordando aquellos primeros años:

“En la comida y en la cena teníamos sopa y pan; y podíamos recoger en el huerto la verdura que nos servia de acompañamiento”.

Años de sobriedad y firmeza. El huerto de Mamá Margarita es un símbolo para expresar todo lo que supuso la madre de Don Bosco en la vida y obra de su hijo, especialmente en el naciente Oratorio. No podemos dudar de la enorme importancia que tuvo Margarita Occhiena en la formación humana y espiritual de su hijo, pero tampoco de su aportación decisiva al ambiente familiar y educativo-evangelizador en Valdocco.

Como la tierra del huerto, su presencia ayudó a preparar el ambiente familiar de la casa salesiana. Trabajada con paciencia, la tierra produce fruto. Acompañada con ternura, la realidad se hace más cercana y la casa se hace hogar. Las manos femeninas y maternas acarician de manera distinta. Bien conjugada con la firmeza, la sonrisa amable hace emerger un estilo educativo diferente.

Con el azadón, mamá Margarita hizo fecundo el surco. Con su trabajo y su presencia discreta, la madre de Don Bosco hizo nacer el espíritu salesiano junto a su hijo, acunando en su regazo el espíritu de familia. La paternidad de Don Bosco se entrelazó con la dulzura y el afecto de la madre, haciendo brotar una realidad nueva impulsada y fecundada por la acción del Espíritu.

Valdocco fue su tierra prometida. Como Abraham, con sus muchos años dejó su tierra y su heredad e hizo de los jóvenes su patrimonio. Los últimos años de su vida, gastados a favor de los jóvenes pobres, fueron expresión de toda su historia. Mamá Margarita no dudó en estar junto al hijo en la noble tarea de devolver dignidad y ofrecer caminos de vida plena a aquel ejército de niños y jóvenes desarrapados. Más de una vez pisotearon la tierra sembrada echando a perder la escueta cosecha, pero su mirada estaba más allá. Mujer de profunda fe, sabía que su vida estaba en manos de Dios y con confianza se entregó sin límites asumiendo la cruz cotidiana.
Hoy la veneramos como la mujer santa que fue. Margarita encarna las virtudes de quienes viven para los demás y dejan a Dios actuar modelando su ser dóciles a su voluntad. De enormes capacidades y una férrea voluntad, su maternidad se expresa en una entrega generosa y disponible para los últimos, los más vulnerables, los que más necesitan ayuda. Como la buena tierra del huerto cultivado con esmero, su vida dio frutos abundantes de una santidad sencilla y al alcance de la mano. Las semillas plantadas en la tierra fértil de su corazón fueron sabiamente maduradas en la escuela de Valdocco donde el Espíritu, en una explosión carismática, las llevó a su sazón.

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