No quiero ofender a nadie, pero el término me desagrada y culpo, en parte, a Blancanieves y Cenicienta. Las pobres sufrieron humillaciones, destierros y hasta intento de homicidio por parte de sus madrastras.
Lo siento si les parezco exagerada, pero esos son cuentos con los que por años se les ha enseñado a los niños a conciliar el sueño o amar la lectura. Yo creo que ya es momento de una edición y actualización de esas historias, y no porque me sienta agredida por el término, es que hasta sonoramente me resulta desagradable. Además, la Real Academia de la Lengua Española dice, textualmente, en la segunda acepción de esa expresión: “Cosa que incomoda o daña”.
La primera definición, obviamente, es un breve enredo de palabras para explicar que una madrastra es la manera en que le llaman a una mujer los hijos de su esposo. En definitiva, ni el significado formal me resultó convincente para sentirme a gusto con el nombre.
¿Y entonces, qué soy?
Luego de esas ideas, me nace la genuina pregunta de cuál es la manera más amable para nombrarme a mí misma cuando me refiero a mi parentesco con Fernando, cuál es la palabra más armónica para que él me presente con sus amigos cuando sea más grande o ahora, en el momento en que haga falta. ¿Habrá un término que refleje una relación afectiva que se construye con el tiempo y la convivencia?, tal como ya hay para hijos, esposos, hermanos, primos, etc.
Por el momento, lo he resuelto con los siguientes eufemismos: esposa de papá, hijo de mi esposo, hermano de mi hijo, etc. Pero siento que eso todavía no refleja a plenitud las particularidades de una relación de hijos y padres, con sus cariños y momentos de crisis. Lo que pasa es que tampoco puedo asumirme como la mamá de Fernandito porque él ya tiene la suya, así que, a falta de una palabra a mi gusto, me siento en el limbo lingüístico.
El meollo del asunto
Sin duda que para muchos este será un dilema superficial y tienen razón, pero le voy a sacar provecho al asunto para reflexionar acerca de la naturaleza del vínculo que debo establecer con Fernando, ya que ambos somos parte del mismo núcleo familiar y tenemos que aprender a convivir en los próximos años de nuestras vidas.
Y esto es lo que está al fondo de la palabrita que no me gusta, y que se convierte en lo verdaderamente importante. Dejando de lado la manera en que denominamos nuestro parentesco, supongo que, en virtud de la armonía, estabilidad y amor familiar, estoy llamada a ser la principal figura de apoyo de mi esposo en la tarea de educación de los niños de casa, la de Fernando en este caso, ya que con el Gabo puedo tener un rol más protagónico.
Esta tarea pasa por acompañar en los momentos de paseo y felices, así como también por encontrar la calma, pedir ayuda y entregar una actitud amorosa en aquellas horas de falta de paciencia y disconformidad -que también son muy frecuentes- o pedir las disculpas del caso y enmendar los errores (ya he dicho anteriormente que no es tarea fácil, pero eso no lo hace imposible. Es cuestión de tener claro el objetivo en común que, en este caso, es construir una familia funcional).
Otro aspecto importante que debe definir el vínculo es ofrecer amistad desinteresada, palabras de consuelo llenas de cordura y enseñanza, complicidad para la diversión, cocinar comidas favoritas, planear aventuras de juego para cuando hay que quedarse en casa, ayudar en el estudio para ponerse al día y mejorar la lectura y paciencia, paciencia y más paciencia.
Llegado este punto es donde más se me hace presente el limbo lingüístico que les dije, porque al enumerar estas y otras cosas que se vienen a mi mente desaparecen las diferencias de procedencia de los niños en mi hogar porque para ambos hay entrega, disposición y cariño y, si esto no me ocurriera debería de preocuparme o mi esposo debería de alertarme al respecto, porque para el bienestar emocional, espiritual y hasta material de los hijos hace falta amor, cuidado, respeto y trabajo arduo por igual.
Así que, cuando pasen los años y tanto Fernando como mi hijo me recuerden y se pongan a hablar de mí, a inmortalizar los regaños y cosas chistosas, quiero que también al final de cuentas ambos concluyan que, con mis defectos y todo, traté de dar lo mejor de mí para ellos, que tengan virtudes que agradecerme en lugar de graves resentimientos que recriminarme y, sobre todo, no quiero que Fernando me identifique con ninguna de esas madrastras malvadas que aparecen regadas en muchos cuentos por allí.
Deséenme suerte.