“¡Oh, la dulzura de aquella voz! ¡la afabilidad, el cariño que contenían aquellas palabras! Muchas personas necesitan aparentar ser diferentes, parecer más fuertes de lo que son. Querer ser lo que no son.

Las flores simplemente florecen. Ligeras y silenciosas son lo que son. La persona sencilla como los pájaros en el cielo. El canto a veces, silencio más a menudo, la vida siempre. Don Bosco vive como respira. Siempre es él. Nunca doble, nunca pretencioso, nunca complejo. La inteligencia no es enmarañada, complicada, esnobismo. La realidad es compleja sin duda. No podríamos describir fácilmente un árbol, una flor, una estrella, una piedra... Eso no impide que sean simplemente lo que son. La rosa no tiene por qué florecer porque florece, no se cuida, no desea ser vista...

Las Memorias cuentan que en 1877, en Ancona, «Don Bosco fue a celebrar hacia las diez en la iglesia del Gesù, oficiada por los Misioneros de la Preciosa Sangre. Le sirvió la Misa un joven, que no olvidó aquel encuentro durante el resto de su vida. Vio entrar en la sacristía a un “curita” bajito, modesto de rostro y actitud, totalmente desconocido. Pero “en ese rostro de tez morena” vio algo de una bondad atractiva, que inmediatamente despertó en él una mezcla de curiosidad y reverencia. Mientras celebraba, notó que había algo especial en él, algo que invitaba al recogimiento y al fervor. Al final de la misa, después de la acción de gracias, el sacerdote le puso la mano en la cabeza, le dio diez céntimos, quiso saber quién era y a qué se dedicaba, y le dirigió unas buenas palabras. ¡Cuarenta y ocho años después, aquel joven, que se llamaba Eugenio Marconi y era alumno del Instituto del Buen Pastor, escribiría más tarde: “¡Oh, la dulzura de aquella voz! ¡la afabilidad, el cariño que contenían aquellas palabras! Me sentí confundido y conmovido”. Poco después descubrió que el “curita” era Don Bosco y fue un amigo devoto suyo durante toda su vida.

Lo contrario de sencillo no es complicado, sino falso. La sencillez es desnudez, expoliación, pobreza. Sin otra riqueza que todo. Sin otro tesoro que la nada. La sencillez es libertad, ligereza, transparencia. Sencillo como el aire, libre como el aire. Como una ventana abierta al gran soplo del mundo, a la presencia infinita y silenciosa de todo.

Donde sopla el Espíritu del Evangelio: «Mirad los pájaros que viven en libertad: no siembran, no siegan, no ponen su cosecha en graneros... y, sin embargo, ¡vuestro Padre que está en los cielos los alimenta! Pues bien, ¿no sois vosotros mucho más importantes que ellos?» (Mt 6, 26).

Las Memorias Biográficas afirman tranquilamente: «Era evidente que se arrojaba en los brazos de la divina Providencia, como un niño en los de su madre» (MB III, 36).
Todo es sencillo para Dios. Todo es divino para los sencillos. Incluso el trabajo. Incluso el esfuerzo.

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