Ante todo, el “retiro mensual”, como lo prescribían los reglamentos de las Escuelas Oficiales de la Restauración Católica, era un medio para mantener al alumno vigilante en su vida cristiana; pero en el caso de Valdocco, se hacía énfasis en el hecho trascendental y realista de tener que morir, y con la característica de ser ordinariamente imprevisible el día y la hora.
Así lo proponía el escrito “Joven Instruido”(Don Bosco 1847), a los muchachos: “tiene como objeto el de “disponer un día al mes todas nuestras cosas, espirituales y temporales, como si aquel día fuésemos de verdad a morir”.
Estaba, pues, orientado de tal manera que se pudiera examinar si en ese momento se estaba “en gracia de Dios” y si se iba caminando con fidelidad en el sendero emprendido en los Ejercicios, o en el programa de vida que se llevaba de acuerdo con el “confesor fijo”, o el director espiritual: metas de vida, propósitos, actitudes y conductas morales ordinarias, etc.
La oportunidad de la confesión mensual, llevaba a concretar las situaciones, a afrontar a tiempo los riesgos y problemas y a renovar las fuerzas y las utopías espirituales. Don Bosco, por experiencia, estaba convencido de la necesidad de esta práctica religiosa, dada, sobre todo, la índole inconstante y voluble propia de los muchachos.
El Ejercicio de la Buena Muerte creaba un ambiente de profunda paz e invitaba a reflexionar sobre el destino supremo del ser humano, la incertidumbre de la vida, los riesgos del pecado y la importancia de los Ejercicios Espirituales. Desde una perspectiva ascética, ofrecía una valiosa oportunidad para avanzar en el camino de la perfección cristiana, conquistando nuevos propósitos espirituales y morales. Este ejercicio debía culminar con una meditación sobre el paraíso, que abriese el corazón a la esperanza y a la gratitud hacia el Señor. Entonces, al mirar en retrospectiva, se comprendía que tener a Dios y a la Virgen como amigos, cumplir con amor el propio deber y hacer el bien a los demás, es la verdadera razón de vivir.
En esta teología y esta experiencia de la muerte, tiene un puesto dominante María Santísima, como había pasado en el fallecimiento de Domingo Savio, de Miguel Magone y de Besucco. Así lo enseñaba y lo vivía la gente piamontesa, arraigada a sus auténticas tradiciones de religiosidad ancestral. La “Madre” del Oratorio no podía faltar y la Compañera por excelencia en el tránsito de la vida terrena al Cielo, como ya desde el Seminario se lo había enseñado la muerte de su íntimo amigo “Comollo”.
Será el mismo caso de Don Bosco: “Sobre el lecho de la agonía no es la invocación a la Inmaculada o a la Auxiliadora la que florece en sus labios, sino la memoria viva, repetida una y muchas veces, de “la madre”!
María está presente en el momento más decisivo en la existencia de todo cristiano. Aquella que ruega por nosotros pecadores en la vida y en la muerte; aquella que nos espera en la Casa del Padre con su Hijo!
Así la invocó en ese momento supremo don Bosco: “En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu. Oh Madre..., Madre...ábreme las puertas del cielo”.
Corazones al pie del altar
Don Bosco fomentaba con esmero la confesión y la comunión frecuente como pilares para conservar la moral en el ambiente educativo. Gracias a sus constantes exhortaciones, muchos jóvenes comulgaban a diario, otros varias veces por semana y la mayoría al menos los domingos. Para ayudarles a acercarse con buena disposición, promovía prácticas piadosas como el Ejercicio de la Buena Muerte el primer jueves del mes, que incluía conmovedoras oraciones al pie del altar y, en ocasiones, anuncios proféticos sobre la muerte de algún alumno. Además, impulsaba la celebración fervorosa de novenas, especialmente la de la Inmaculada y la de Navidad, convencido de que su fruto marcaría el resto del año. La visita al Santísimo era libre, pero la actitud reverente de los jóvenes en la iglesia bastaba para tocar los corazones más fríos.