Las noticias del lunes de la octava de pascua no hablaban de la alegría de la Pascua del Señor, hablaban de los números crecientes de afectados de Covid 19, las restricciones para prevenir la enfermedad, el número de accidentes y casos de violencia en Semana Santa, la magnitud en la asistencia de ciudadanos con sus familias en las playas, la cantidad de basura que dejaron los bañistas y las típicas noticias de políticos, hilo inacabable de decepciones, y de economía, materia siempre preocupante. En las redes sociales muchas noticias vienen alimentadas de comentarios, la mayoría del mismo tono, entre grisáceos y negros.
Casi como extranjero en tierra desconocida, observé sorprendido durante los actos litúrgicos de la Semana Santa, y fuera de ellos también, la forma en que mis hermanos y hermanas en la fe celebraron los misterios de la pasión, muerte y resurrección de Jesús, este año. Simplemente esperanzador. Verlos tan fervorosos fue una experiencia que me llenó, como digo, yo sediento y hambriento al comienzo, hoy lleno y repleto de un alimento espiritual que me dio gratuitamente el pueblo de Dios.
Los ambientes familiares, entre nostalgia y necesidad, se dedicaron a inventar y crear experiencias nuevas, ejercicios revitalizantes de la fe; algunas veces aplicando los criterios iluminadores de los buenos pastores y otras, fruto de su sabiduría, de un don gracioso que Dios otorga a quienes están dispuestos a apostarle todo.
Oraciones y devociones, decoraciones alusivas, palmas, flores, altares grandes y pequeños, nada extravagante, todo sobrio y modesto, y entonces, silencioso, ahí brillaba el Misterio del Dios que se esconde tras un rostro humano, el Misterio de Dios que se anonada y se deja iluminar también por los brillos de la mente creativa y sorpresiva de sus hijos, “de tal palo tal astilla”. Todos, valientemente me recordaron a Josué, el de la Biblia, que motivando a otros a ser fieles íntegramente a su fe, afirmaba y declaraba: Mi familia y yo serviremos al Señor (Josué 24, 15).
La Semana Santa del 2020 no fue así. Asustados, temerosos, llorosos, como niños perdidos o abandonados, con dolor en el pecho por el miedo que nos provocó la primera ola de una enfermedad que es más que eso, porque sí, enferma el cuerpo y los pulmones, y lo debilita, y hasta llega a matar a nuestros seres queridos, pero, peor aún, enferma el alma, nos encierra, nos limita, nos acorrala y nos corta las alas que sirven para soñar, la serenidad que sirve para orar y los brazos que sirven para abrazar. Aquellos hombres y mujeres que no sabíamos cómo actuar en la Semana Santa pasada “morimos” antes de que comenzara la Semana Santa de este año.
Este año, solo había un camino, “reinventarse” le llamó un joven político y empresario, “actualizarse” me dijo un profesor pegado a una plataforma virtual. Ahora comprendo que el verbo es “resucitar”.
Se lo decía a la gente, para creérmelo yo: la Pascua la vivimos litúrgicamente una vez al año, pero existencialmente en cada instante, cada vez que asumo mi vida cristiana o cambio de rumbo para serlo de mejor manera, o cuando salgo de mi cápsula feliz para compartir con mi hermano necesitado, o cuando me hastío de ser esclavizado por el pecado y rompo las cadenas por medio de la reconciliación sacramental.
Dice una oración que hago mía: en tu espíritu que nos alegra...en la sonrisa agradecida...en cada abrazo verdadero...en la lágrima de quien se compadece del prójimo...en la curiosidad que nos mueve...en la buena gente...en cada acto de perdón...en cada gesto de justicia...en este rato de oración, estás vivo, Jesús.
Esta Semana Santa fue diferente porque de principio a fin me movió los hilos sonoros de mi interior. Su melodía me sorprendió desde el comienzo, cuando vi que la Iglesia rompía récord de asistencia en las celebraciones presenciales y virtuales, todos ordenados, ejemplarmente disciplinados como en ninguna otra institución, y hasta puntuales. Fue diferente por los signos visibles de profunda espiritualidad, por la gratitud manifiesta, por la devoción y fervor mostrado en la intimidad del hogar, de la Iglesia. Pero también, hilando fino, fue diferente por esas “historias mínimas” de trasfondo.
Al final del Domingo de Pascua, un niño me dio un testimonio digno de compartir. Sentado en primera fila, acompañado por su familia; de actitud entusiasta al comenzar la misa de Pascua, cantando y respondiendo como pocos adultos; adormilado a medio camino, incómodo ante la largueza del rito; y despabilado y encantador al final. Al salir de misa, habiendo recibido un pequeño detalle propio de la fiesta, me compartió, desde su intimidad, una promesa. Estaba ahí por su hermano imposibilitado temporalmente para caminar.
Le había prometido a Dios no dormirse en misa con tal que su hermano sanara pronto. Entonces luchó. Hizo de su promesa un compromiso, y del compromiso una misión cumplida. Él regresó a casa con una batalla ganada y una promesa divina en el corazón y yo, dispuesto a afirmar que esta Semana Santa fue diferente y feliz de ser testigo del Resucitado.
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