Imagen de: caromicforever de flickr free La primera vez que vi a mi hijo será un recuerdo que tendré grabado por siempre y con la huella profundísima del amor.

 

Guardo de manera primorosa el momento en el que, en sus primeros segundos de vida afuera de mi útero, dejó de llorar para buscarme cuando escuchó mi voz diciéndole “bienvenido, mi amor”. También recuerdo la ternura de su aroma, la suavidad y fragilidad de su piel, la paz y profundidad con la que dormía, sus primeras sonrisas y carcajadas, su mirada curiosa e intensa escudriñando todo cuanto había a su alrededor… y también sus gritos, su llanto y hoy sus berrinches.

Esos arrebatos de hoy, a sus casi 3 años, (sí, esos terribles 2 años y la crisis de los 3) tienen la infortunada habilidad de desencajarme, de llevarme desde la ternura más perfecta a casi la ira y solo en cuestión de segundos.

Es justo en ese momento cuando siento que pierdo la batalla porque no logro manejar la situación de la mejor manera. Y caen en cascada el enojo, la impotencia, la frustración, la tristeza, la preocupación. Pero tengo que subir de allí abajo para encontrar el modo de hacerlo mejor. Y así es la cosa, lastimosamente más de una vez y no solo con mi hijo, sino también cuando me siento frustrada y le hago mala cara a mi esposo porque Fernando reacciona de manera indolente hacia su hermano o dilata por largo rato el almuerzo negándose a comer más de 3 bocados, y también cuando soy tosca con mi esposo porque siento que no comprende mis sentimientos o porque me dice a medias las cosas y tengo que terminar de adivinar lo que quiere decirme.

Sé que no soy perfecta, porque soy un ser humano. Pero también sé que estoy en el deber de mejorar y enseñarle a mi hijo con acciones más que con palabras. Si quiero que aprenda a reconocer sus emociones (las agradables y las desagradables) y luego a manejarlas bien, no basta con que lo platiquemos, hace falta que me vea haciéndolo para modelarle cómo se hace. Si le digo que no estropee los juguetes entenderá las palabras, pero hasta allí. En cambio, si me siento a enseñarle y modelarle cómo se juega sin estropear será más efectivo el aprendizaje.

Pienso que con la conducta es lo mismo y por eso es que no me gusta perder esas batallas. Mi voz alzada y un jaloneo le enseñan la forma equivocada de resolver los enojos y con eso me boicoteo cuando le dije: “Tranquilo, hijo. Solo estás enojado porque ya hay que guardar tu juguete, pero no está bien que le pegues a mamá por eso”. Y las veces en que me sale bien, me siento tan orgullosa de él y de mí porque logramos manejar la situación y entender que con llantos, pataletas y golpes no se resuelven las cosas.

Pero qué pasa cuando el vaso de la paciencia lo tengo colmado y en lugar de decirle las palabras esas que escribí arriba, lo que hago es gritarle un “¡Guarda ya los juguetes!”, jalonearlo para que agarre el último carrito y forzar a subir las gradas enganchando a mi cintura no a un niño, sino a un pulpito que lanza al aire sus miles de tentáculos negándose a hacer las cosas en el momento que su mamá dice. De allí en adelante, la cepillada de dientes y la hora de dormir se convierten en un constante estallido. ¿Caótico y reprochable, verdad? Pues es la vida real, creo, y espero que a muchas mamás les haya pasado para no sentirme como el lunar negro del pizarrón blanco.

La tarea actual de educar es muy diferente a la de mis papás o mis abuelos cuando con una mirada bastaba para hacer caso. Pero era así por el pánico a la tunda que le esperaba a uno al llegar a la casa, más que por haber entendido que había normas y orden para respetar, o por haber comprendido que una persona que lastima a los demás con palabras y arrebatos de enojo es alguien pobre espiritualmente porque carece de respeto, compasión y amor a los demás. Actuar por convicción o por temor es la diferencia de la educación anterior a la actual y por eso experimento esa desazón cuando siento que no soy coherente con el método en el que creo.

Pero como canta una canción por allí: “El mérito está en no quedarse en el intento”, así que les voy a compartir algunos puntos que creo son útiles para levantarme cuando pierdo esas batallas y que me animan a hacerlo mejor todas las veces que haga falta. Si lo puedo hacer yo, estoy segura que otras mamás más pacientes lo pueden lograr y hasta mucho mejor. Ahí van:

  • Algo muy útil es adelantarme. O sea, decidir previamente qué cosas voy a permitir, en cuáles puedo ser flexible y hasta dónde puede llegar esa flexibilidad. Así cuando me aparece el berrinchito, ya no me toma tanto por sorpresa.
  • Agarrar papel y lápiz y hacer con ellos un pequeño registro de cuáles comportamientos de mi angelito son los que me desencadenan esa respuesta que no me gusta, para armarme contra ellos con paciencia y constancia.
  • Cuando mi pequeñín quiso resolver su enojo a mordidas y patadas, funcionó lo siguiente: Me agaché a su altura, lo tomé de los hombros y lo miré a los ojos. Le dije con firmeza que lo que estaba haciendo era una conducta inaceptable y que no se lo iba a permitir. Había sido un error pensar que por pequeño no comprendía lo que se le decía.
  • Aprender a identificar cuándo se me está agotando la paciencia gracias a la complicidad del estrés del trabajo, la cotidianidad de problemas de organización en casa, financieros, disciplina, etc. Entonces me vendría bien un cafecito con las amigas, unos minutos de lectura a solas en un parque o en el momento del berrinche pedir relevo a mi esposo porque la situación se me está saliendo de control.
  • Comprender que así como yo flaqueo, mi hijo tampoco es Pinocho y no está hecho de palo. Así que a veces el nene también está cansado y de mal humor porque no ha tomado su siesta, le parece celestial la manera en que surgen las burbujas cuando derrama el jabón líquido en el lavamanos y con el chorro abierto, o la medicina sabe horrible y esa noche no tiene ganas de ser valiente y tragársela.

Entonces, los hijos y la familia son esencialmente amor puesto en práctica y a prueba cada día. Pero un amor que se trabaja y aprende como un arte, no un amor mágico en el que todo siempre brilla y en lugar de caminar uno flota sobre el suelo. Hay momentos mágicos, pero el resto del tiempo cuesta trabajo. Cada día es una batalla y debo hacerme el propósito de terminarla lo mejor posible. Suerte y ánimo para mi y para todos a los que también les cuesta y tienen ganas de hacerlo bien. Hasta la próxima.

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