Conocemos la opinión contra a la existencia de un Dios que ‘supuestamente’ es todopoderoso y misericordioso: esa objeción surge del sufrimiento de sus criaturas, especialmente el sufrimiento de los inocentes. Un Dios omnipotente y misericordioso no permitiría esos sufrimientos.
Pues bien, el filósofo católico Higinio Marín (El hombre y sus alrededores, 2013) considera que, tal vez exista realmente algo que un Dios omnipotente no pueda evitar. Se refiere a la libertad que ha otorgado al ser humano. Dios no puede suprimir la libertad de los seres humanos sin faltar a la justicia con su propia obra.
Entonces entendemos lo qué significa crear un ser libre y la enormidad que implica la libertad del hombre: significa que podemos poner resistencia a Dios, el cual no ‘puede’ suprimir dicha libertad porque dejaría de respetar la naturaleza humana.
Significa que la respuesta de un Dios omnipotente ante el mal uso de nuestra libertad no es suprimirla, sino, por el contrario, una infinita y compasiva disposición a compartir incluso las peores consecuencias del uso de dicha libertad (la muerte, el dolor y la injusticia). No puede excluir la aversión de muchos respecto al propio Dios.
Ese es, precisamente, el significado de la pasión y muerte de un Dios que asume el destino funesto que el hombre ha buscado para sí mismo libremente al aborrecer a su creador.
Vemos entonces que el hecho de que Dios creara un ser humano libre nos ha llevado directamente a un Dios Redentor.
Un Dios omnipotente que respeta la libertad humana, se manifiesta de la forma más cabal, como infinita misericordia, en lugar de anular la libertad humana.
Un Dios bueno y omnipotente, creador de seres que pueden volverse contra su propio creador, se ve impulsado a convertirse en redentor de esos mismos seres con la más misericordiosa de las omnipotencias. ¿Cómo? Asumiendo él mismo el desgraciado destino humano y enderezándolo sin suprimir la libertad de sus creaturas.
En la vulnerable debilidad de la pasión y cruz, Dios expresa mejor para sus creaturas una omnipotencia misericordiosa. A sabiendas de que restringir la libertad humana, hubiera evitado las consecuencias negativas de la libertad (Porque, sin libertad, hubiera sido imposible también la respuesta amorosa de los arrepentidos y de los santos).
Así caemos en la cuenta de que la libertad humana puso en el universo algo que la omnipotencia adivina no ‘pudo’ evitar, y que desencadenó todo el mal que oprime el corazón de los seres humanos.
La desobediencia de Adán removió los fundamentos del cosmos, un cataclismo que afectó a toda la creación y a su relación con la humanidad y con Dios. Ese acto fue de una enormidad que apenas alcanzamos a sospechar y que afecta al cosmos en su totalidad. El universo entero quedó desorientado, desquiciado por la libertad humana en general, pero muy en particular por la de aquel primer hombre al que llamamos Adán.
Lo que el hombre hizo con su libertad: volverse contra Dios, contra los otros y contra sí mismo, lo sufrió también el cosmos, que desde entonces dejó de ser un paraíso para convertirse en este lugar lleno de peligros y catástrofes, de fuerzas desbordadas y desgracias.
Semejante alcance cósmico del pecado original nos da una pista de lo que supondría, en cambio, para la entera creación el acto humano contrario, de Alguien que, con la fuerza de un nuevo origen, es decir, con una obediencia, una adoración y alabanza totales, pudiera restaurar y reconducir el cosmos entero hacia Dios.
Si el mundo ya no es el paraíso es porque Dios no está en él. Así que Dios, en efecto, no estaba en el gulag, no estaba en Auschwitz y no estaba en Hiroshima. Pero no porque no existiera o no sea omnipotente y misericordioso sino porque lo que allí ocurrió (y ocurre, por ejemplo, con tantos niños abusados) es nuestro rechazo de Dios.
Que ese rechazo suscite el hecho de que Dios mismo responda acercándose hasta hacerse presente como Hombre, es una locura divina que nuestra razón nunca hubiera alcanzado a soñar.
Por eso Cristo, en tanto que Dios presente en el mundo y presente como hombre, es el nuevo Adán. Y, como nuevo Adán, es tan original como el primero. Y Él puede, otra vez, asumir en su acción a todos los hombres y al cosmos entero.
¿Qué tenía Adán que hizo de su acción algo tan decisivo? Porque nuestros pecados ya vienen precedidos de una poderosa inclinación al mal, mientras que el pecado que llamamos original salió de un hombre que gozaba de la forma más plena de su libertad, haciendo uso del poder que nos hacía semejantes a Dios. Tanto más enorme fue su responsabilidad.
Y ¿cómo el pecado de uno puede ser causa de la culpa en otros? Obviamente no puede tratarse de un delito propio. Santo Tomás nos da una pista cuando llama al pecado original ‘pecado de naturaleza’. Con ‘naturaleza’ se quiere indicar lo que tenemos en común los seres humanos y es esencial; aquello que nos hace ser precisamente seres humanos y actual como tales.
El mal que padecen aquellos seres humanos que pueden ser personalmente inocentes es el mal que se sigue de un drama misterioso que afecta al destino de nuestra común condición humana.
Artículos relacionados: