afectEstá en nuestras manos asumir o no cada sentimiento. Esto es lo propio de una persona madura. ¿Qué son los sentimientos? ¿Qué hacer con ellos? ¿Tenemos que dejarnos llevar por los sentimientos? ¿Podemos dominarlos? ¿Cómo se relacionan con la felicidad?

La afectividad humana se sitúa en una zona intermedia entre lo sensible y lo intelectual, y nos manifiesta la estrecha unidad de cuerpo y alma.

Tradicionalmente la filosofía ha marcado una gran distancia entre la razón y la afectividad a favor de la primera. Pero la psicología ha llegado a la conclusión de que en un sentido muy real todos nosotros tenemos dos mentes, una mente que piensa y otra mente que siente. Una mente racional y una mente emocional.

La mente emocional es más veloz que la mente racional y nos proporciona un cierto conocimiento de la realidad a un nivel previo a la reflexión racional. La afectividad es siempre un punto de vista personal y no un conocimiento objetivo.

En la experiencia diaria descubrimos unos fenómenos de comprensión inmediata gracias a vinculaciones de tipo afectivo: la madre ‘sabe’ o ‘adivina’ los sentimientos del hijo, pero de manera no estrictamente racional.

Se habla a veces de ‘intuición’ o de ‘empatía’. Es la capacidad de ponerse en lugar del otro; la capacidad de hacerse cargo de lo que siente y preocupa al otro. Podemos ser muy inteligentes, pero fracasar en el matrimonio por no empatizar con el cónyuge. ¿De qué nos sirve entonces esa inteligencia?

Los sentimientos y afectos son un buen ‘termómetro’ de nuestra felicidad. La alegría, a diferencia del placer, consiste en el gozo por la posesión de un bien no sensible. En el remordimiento, experimento el dolor del mal cometido; y la tristeza me informa de un problema de índole espiritual, y me impulsa a buscar la causa de ese ‘dolor espiritual’.

Hay una diferencia entre ‘estar contento’ porque se es feliz y ‘ponerse contento’ porque estimulé artificialmente mi cerebro con alguna sustancia. Puede darse que ‘amo’ a la otra persona no como un bien en sí misma, sino por la sensación de bienestar que encuentro en su compañía. La persona ‘amada’ resulta ser, así, un ‘objeto’ del que me sirvo para mi gratificación. Eso no es amor verdadero.

La felicidad es la vivencia de la posesión del bien. La posesión del bien nunca es perfecta porque no podemos poseer el Bien (con mayúscula) totalmente. Sólo la posesión total, eterna y perfecta del Bien absoluto, es capaz de satisfacer nuestro deseo de felicidad.

Pero no hay que caer en el emotivismo. Para quienes, hoy día, caen en el emotivismo ético, los sentimientos definen lo bueno y lo malo. Decía Rousseau: “Cuando siento que algo es bueno, eso es bueno; cuando siento que algo es malo, eso es malo”. Hoy se afirma que debemos hacer caso al corazón, al sentimiento, para obrar correctamente: “adonde el corazón te lleve”. Lo cual margina a la razón. Es un error tan grande como el racionalismo, solo que se va al extremo opuesto.

El emotivismo puede conducir al relativismo moral: lo que para algunos podría ser una acción buena, para otros podría ser una acción mala. Entonces no existiría un criterio objetivo y universal acerca de lo que es bueno o malo realmente.
Para evitar esto, Kant propone el extremo contrario. No es el sentimiento, sino la razón la que guía el obrar. Debo obrar por el deber que me dicta la razón, independientemente del sentimiento que produzca en mí. Los sentimientos y las pasiones son un estorbo a la razón. Tenemos aquí un rigorismo moral.

Frente a ambos extremos, se propone la ética de la virtud. El hombre feliz es virtuoso, porque experimenta gozo realizando el bien y experimenta tristeza haciendo el mal. El bien le atrae naturalmente y el mal, naturalmente le produce repugnancia.

Pero la experiencia nos muestra que podemos sentir gozo haciendo el mal, y tristeza obrando el bien. El pecado original nos produjo esta desarmonía. Es preciso, pues, un esfuerzo para integrar los afectos con la razón y con la actividad moral.

Los sentimientos pueden ser asumidos y controlados, hasta cierto punto, por la razón. De ahí la importancia de la educación de los afectos. Está en nuestras manos asumir o no cada sentimiento. Esto es lo propio de una persona madura.

 

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