Hoy en día se pretende en nuestra sociedad introducir un ‘laicismo’ absoluto que va más allá de lo que podría legitimar una ‘sana laicidad’. Laicidad significa aconfesionalidad del Estado en una sociedad como la de hoy, que tiene que ser plural desde el punto de vista religioso.
Nunca una sociedad podrá prescindir de la ley natural ni de la defensa de los derechos fundamentales de la persona humana. Desde el punto de vista de la razón, ni siquiera se puede fundamentar la dignidad trascendente de la persona humana prescindiendo de Dios.
En realidad, lo que se presenta es la instauración forzosa de un laicismo como continuación de los principios de la ilustración europea de mediados del siglo XVIII. Y que José Antonio Sayés resume así:
1- No se acepta otro conocimiento que aquél que es propio de las ciencias experimentales.
2- El hombre es naturalmente bueno y no se acepta la existencia del pecado original.
3- Se pretende crear un paraíso aquí en la tierra mediante el progreso, porque de la existencia del más allá no tenemos certeza alguna.
4- O se niega la existencia de Dios, o se trata de un Dios que no interviene en la historia, y del que, en el fondo, se puede prescindir.
5- La conciencia humana es autónoma, no se basa en la ley natural ya que se trataría de una norma externa. Lo cual no se puede admitir.
6- No hay más leyes que aquellas que emanan democráticamente de Parlamento.
Pero ¿es que el hombre puede llegar a su felicidad prescindiendo de Dios? ¿Dónde está, en último término, la felicidad capaz de saciar el corazón humano?
El animal queda satisfecho siempre que se le colmen sus necesidades biológicas, pero el ser humano, no.
Sin esperanza
Camus, el literato influido por el existencialismo, dejó reflejado cómo el hombre, que no tiene una esperanza trascendente, está obligado a realizar en su vida un esfuerzo enorme e inútil, que no conduce a ninguna parte.
El hombre trata de llenar una sed de infinito con cosas puramente materiales, renunciando a lo mejor de sí mismo: a la entrega de su amor y a la voluntad de hacer felices a los demás.
He aquí el vacío del hombre moderno, el vacío insoportable que lleva hoy en su corazón un gran número de hombres y mujeres, que tratan inútilmente de llenar con comodidad, dinero, fama, prestigio, sexo o drogas; una necesidad radicalmente espiritual.
Se trata de una necesidad imperiosa de vivir la satisfacción del momento sin pararse a pensar; para no enfrentarse con el propio vacío. Solo al precio de aturdir a propia conciencia puede el hombre tirar para delante y dar pasos vacilantes.
Jesús, en cambio, nos enseña que la felicidad solo puede ser consecuencia de entregar lo mejor de sí mismo por una causa noble.
Solo cuando sabemos que venimos del Amor y volvemos a Él, superando el sufrimiento y la muerte, podemos dar lo mejor de nosotros mismos con desinterés y alegría. Ese amor viene de Cristo quien afirma: Yo soy el camino, la verdad y la vida’ (Jn 14,6).
Un amor que nunca falla
El amor de Dios es infinito, incondicional y eterno. A lo largo de la historia de la humanidad, Él ha demostrado su amor a través de su misericordia, su paciencia y su constante cercanía con sus hijos. En la Sagrada Escritura, se nos recuerda que este amor es inmutable y nunca nos abandona, sin importar nuestras debilidades o errores. Como nos dice el profeta Jeremías: "Con amor eterno te he amado; por eso te sigo con fidelidad" (Jeremías 31,3).
Dios nos ama tal como somos y nos llama a responder a su amor con fidelidad y confianza. Su amor no depende de nuestras acciones, sino de su propia naturaleza, pues "Dios es amor" (1 Juan 4,8). Esta verdad nos da consuelo y esperanza, recordándonos que siempre podemos volver a Él con un corazón sincero.
En cada momento de nuestra vida, su amor nos sostiene y nos guía, invitándonos a compartirlo con los demás y a reflejarlo en nuestras acciones diarias.