La lengua es un fuego, un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros, y contamina todo el cuerpo, e inflama la rueda de la creación, y ella misma es inflamada por el infierno (Santiago, 3,1)
Así titula el papa Francisco un documento extraordinario acerca del arte, o mejor la virtud que debe distinguir a todo seguidor de Jesús, por no decir a todo ser humano.
Escuchar es un arte que se aprende mediante una disciplina personal rigurosa. La tentación es dejar por supuesto que nacemos con esa habilidad, lo cual no es verdad. Pues, escuchar es diferente a oír. La biología se encarga de facilitarnos la habilidad de percibir sonidos. En cambio, interpretar esos sonidos es tarea de la mente... y del corazón.
Uno de los ejemplos más luminosos y, aún hoy, fascinantes de “hablar con el corazón” está representado en San Francisco de Sales, doctor de la Iglesia.
Intelecto brillante, escritor fecundo, teólogo de gran profundidad, Francisco de Sales fue obispo de Ginebra al inicio del siglo XVII, en años difíciles, marcados por encendidas disputas con los calvinistas. Su actitud apacible, su humanidad, su disposición a dialogar pacientemente con todos, especialmente con quien lo contradecía, lo convirtieron en un testigo extraordinario del amor misericordioso de Dios.
Juan Bosco era un extrovertido. Le encantaba conocer a los demás, establecer una relación con ellos, llegar a lo más profundo, a lo más hondo de su persona. Las artes y el juego se convirtieron así para él en medios importantes para tener un público fiel y educar a sus amigos.
Don Bosco no escribió un tratado sobre la comunicación y la educación, y seguro que se asombraría de la terminología que utilizamos, habida cuenta de que los estudios sobre comunicación, el análisis de medios, efectos, etc., son relativamente recientes. Pero podemos hacer una lectura de su práctica educativa desde las categorías que hoy se manejan en este campo.
Hablar desde el corazón no es un gesto espontáneo. A menudo, nuestras mentes y corazones están llenos de prejuicios, miedos, ansiedades e inseguridades, y nuestra comunicación se vuelve muy cautelosa. Por un lado, los sentimientos de orgullo, envidia y egoísmo nos impiden abrir el corazón. Por otro lado, incluso las emociones amargas de ira, culpa y sentimientos de venganza no nos ayudan a reconocer los corazones de los demás. Queremos comunicar más de nosotros mismos, y muchas veces la verdad y la caridad escasean o se encuentran en menor medida. No nos comunicamos para escucharnos y entendernos.