Un camino de esperanza: el nacimiento del oratorio El segundo domingo de octubre, dedicado a la Maternidad de María, les informé a los jóvenes del traslado del Oratorio junto al Refugio. Al principio, se mostraron un poco inquietos, pero cuando les expliqué que allí tendríamos un espacio amplio, totalmente a nuestra disposición para cantar, correr, saltar y divertirnos, les entusiasmó la idea y esperaban con ansias el siguiente domingo para conocer las novedades que imaginaban. El tercer domingo de octubre, consagrado a la Pureza de María, poco después del mediodía, una multitud de muchachos de diferentes edades y condiciones corría hacia Valdocco buscando el nuevo Oratorio. —¿Dónde está el Oratorio? ¿Dónde está Don Bosco? —preguntaban por todas partes. Nadie supo darles respuesta, ya que en ese vecindario nadie había escuchado hablar de Don Bosco ni del Oratorio.

Los que preguntaban, sintiéndose burlados, levantaban la voz con insistencia; mientras que los vecinos, sintiéndose provocados, respondían con amenazas y empujones. La situación comenzaba a salirse de control cuando el teólogo Borel y yo salimos de la casa al escuchar el alboroto. Apenas aparecimos, el ruido y los conflictos cesaron. Los muchachos corrieron hacia nosotros en masa, preguntando dónde estaba el Oratorio.

Les explicamos que el verdadero Oratorio aún no estaba listo y que, por el momento, podían reunirse en mi habitación, ya que era bastante espaciosa. Ese domingo todo salió relativamente bien; pero al siguiente, con la llegada de algunos chicos del vecindario, ya no sabíamos dónde acomodarlos. La habitación, las escaleras y el pasillo estaban llenos de jóvenes. El Día de Todos los Santos me puse a confesar junto al teólogo Borel; todos querían confesarse. ¿Cómo atenderlos? Éramos solo dos confesores para más de doscientos chicos. Uno encendía el fuego, otro lo apagaba; uno llevaba leña, otro agua; baldes, tenazas, cántaros, palanganas, sillas, zapatos, libros y otros objetos quedaban desordenados, pese a los esfuerzos por organizarlos.

—No podemos seguir así —dijo el teólogo Borel—, necesitamos buscar un lugar más adecuado.

Pasamos seis días festivos en aquel espacio reducido: una habitación ubicada sobre el vestíbulo de la primera puerta del Refugio. Mientras tanto, buscamos ayuda y nos entrevistamos con el arzobispo Fransoni, quien entendió la importancia del proyecto.

—Sigan adelante —nos dijo—. Hagan todo lo que consideren útil para las almas; les otorgo todas las facultades necesarias. Hablen con la marquesa Barolo; tal vez ella pueda ofrecerles un lugar más adecuado. Pero díganme: ¿no podrían esos muchachos acudir a sus parroquias?

—La mayoría son forasteros —respondimos—. Solo están en Turín por temporadas. Muchos no saben a qué parroquia pertenecen. Además, muchos de ellos apenas tienen ropa adecuada y hablan dialectos dificiles de entender, lo que les dificulta comunicarse o integrarse en grupos de otras parroquias. Algunos, siendo mayores, no se atreven a mezclarse con los niños más pequeños.

—En ese caso —respondió el arzobispo—, se necesita un espacio exclusivo para ellos. Continúen con su labor. Los bendigo a ustedes y a su proyecto. Ayudaré en lo que pueda; manténganme informado.

Siguiendo sus consejos, nos dirigimos a la marquesa Barolo, quien accedió a que usáramos dos amplias habitaciones destinadas a salas de estar para sacerdotes en el Refugio, ya que el Hospitalito no abriría hasta agosto del año siguiente. Así, para llegar al nuevo Oratorio, se debía pasar por lo que hoy es la puerta del hospital, cruzar una avenida estrecha que separa el edificio del Cottolengo y subir a la tercera planta por una escalera interna.

Ese lugar, designado por la Divina Providencia, se convirtió en la primera iglesia del Oratorio. Fue dedicado a San Francisco de Sales por dos razones: primero, porque la marquesa Barolo planeaba fundar una congregación de sacerdotes bajo su nombre y había mandado pintar su imagen, que aún se encuentra a la entrada; y segundo, porque nuestra labor requería gran paciencia y mansedumbre, cualidades propias del santo. Nos pusimos bajo su protección para que intercediera por nosotros y nos ayudara a imitarlo en la conquista de almas, especialmente frente a los errores que amenazaban la religión, como el protestantismo, que empezaba infiltrarse en nuestras comunidades y, sobre todo, en Turín.

Finalmente, con la autorización del arzobispo, el 8 de diciembre de 1844, en la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María, se bendijo la nueva capilla en medio de un clima frío y con una intensa nevada. Se celebró la Santa Misa, muchos chicos hicieron su confesión y comunión, y yo oficié la ceremonia lleno de lágrimas de consuelo, convencido de que el Oratorio, cuya misión era guiar y acompañar a los jóvenes más abandonados, había comenzado a consolidarse.

Agradecimientos por ilustración a Felipe Sánchez Pinilla @jesanche.

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