educar-como-DB1 La adolescencia es un período de crisis, más para los padres que para los hijos. Comienza cuando los hijos manifiestan a sus padres que no tienen más necesidad de ellos: “¡Es asunto mío!”, dicen presumiendo.

Los muchachos, estos nuestros jóvenes filósofos, sentencian: “El asunto es si yo todavía necesito que mis padres intervengan en este tipo de cosas”. Cuando los hijos hablan así, no están tocando las trompetas de la revolución: sencillamente, recuerdan a sus padres, con buena intención, que ha llegado el tiempo de retirarse de la línea del frente para iniciar una etapa distinta de la vida en común. Cuanto más tiempo tarden los padres en comprenderlo, más fuerte harán oír su voz los hijos. 

La educación no es una estructura estática, sino algo que crece y se desarrolla, que va madurando. En la adolescencia, los hijos cambian. Por tanto, deben cambiar también los padres. Los padres saben que sus hijos todavía tienen necesidad de ellos, pero en forma diferente. Sienten dolorosamente que han perdido algunas cosas importantes, como la cercanía; porque, de improviso, los hijos prefieren pasar el tiempo con los amigos o estar encerrados en su habitación escuchando música; han perdido también el poder y el control, físico y emotivo; y la confianza, porque ahora los muchachos confían en los amigos y en sus primeros amores. 

Para muchos padres, se trata de un impacto doloroso; para otros, esta nueva situación trae una nube de tristeza; otros, se rebelan. Quizás todos deben aprender a pasar del asiento del conductor al del acompañante, para dirigirse a metas desconocidas, por caminos que no les corresponde a ellos elegir. Todos deben procesar lo que han perdido, para poder cambiar su posición; para pasar, del protagonismo tenido hasta ahora, a un discreto pero siempre decisivo acompañamiento en la vida de los hijos. Es el momento de disfrutar el resultado del duro trabajo de los años pasados. Guste o no, la adolescencia es una consecuencia de la educación precedente.

 

Por eso, el proceso educativo no puede responder al criterio de la emergencia: se parece a un puñado de semillas que intentamos hacer germinar en el corazón de los hijos. Y por eso, debemos aprender, como los campesinos, a respetar los tiempos adecuados, que permiten a la planta continuar su desarrollo. Cada agricultor experimenta qué fatigoso es el período de la espera que va del otoño al verano, pero sabe también que no puede haber ninguna pausa en el trabajo.

 

Durante los primeros años de vida, los hijos reciben de los padres las herramientas fundamentales para manejarse en la vida. La contribución de los padres en la vida de los hijos es siempre importante, pero deben aceptar que, una vez alcanzada la adolescencia, la principal fuente de inspiración para sus hijos son sus compañeros adolescentes, otros adultos y su propia vida interior. 

Si los padres insisten en querer dominar a sus hijos adolescentes, transmiten un mensaje que ninguno de ellos desea escuchar: “!Yo sé lo que te conviene!” Esto hace enfurecer a los muchachos empeñados en descubrir cuál es su verdadera identidad: para ellos, la pretensión de los padres de saber todas las respuestas es provocativa e intrascendente. Otros mensajes que vienen de los padres significan: “!No estoy satisfecho de cómo eres!”. Para un adolescente, resulta insoportable escuchar una frase semejante. En primer lugar, porque estos muchachos no saben todavía quienes son; y, en segundo lugar, porque no están seguros de que les agrade ser como son. 

 

Los eventuales conflictos surgen no tanto por lo que decimos, sino por la forma en que lo decimos. En el curso de las generaciones, hemos desarrollado un lenguaje que usamos solo para hablar a los adolescentes, y que es muy distinto del que usamos para comunicarnos con los adultos. Y lo hacemos en un tono que transmite superioridad, condescendencia e intromisión. En el mejor de los casos, resulta amigable y cercano; en el peor, critico y ofensivo. Como si se dijera: “Todavía no has llegado a ser como yo”. Los padres deben estar disponibles para dialogar con sus hijos adolescentes, sin llegar por esto a ser permisivos.

En una situación “delicada” una madre podría hacer comentarios como éstos: “ Yo tendría mi opinión sobre este asunto:¿la quieres escuchar?”. “Este es un asunto en el cual creo que debo intervenir:¿quiere conocer mi punto de vista?”. “Estoy preocupada por lo que te esta pasando y quisiera hablarte: ¿podemos hacerlo ahora?

 

Estos comentarios expresan respeto por la autonomía de la otra persona. Los padres deberían hacer una pausa de diez segundos después de hacer estas afirmaciones, para evaluar si son percibidas como una invitación a dialogar. Expresándose de esta manera, el muchacho y sus padres pueden descubrir la vulnerabilidad y los límites de cada uno, y restablecer el respeto del uno por el otro, una cualidad que con frecuencia disminuye después de años de vida en común.

 

La única cosa verdaderamente prohibida a los padres es abstenerse de intervenir. Ciertamente, un estilo educativo basado exclusivamente en el control esta destinado a fracasar frente a las exigencias de la autonomía, típicas de esta edad, y genera con frecuencia un aumento de comportamientos transgresores. Pero se corre el riesgo opuesto: caer en un abstencionismo educativo, diluyendo así las expectativas más profundas del adolescente. El necesita respuestas sólidas, que lo reafirmen en la certeza de que alguien sigue “aguantando” para su bien. Como sugiere un verso de Ungaretti, el adolescente está…  “sobre el vacío/ suspendido en su tela de araña”. Será un hilo débil, pero es todo lo que tiene.

 

El adolescente está a la búsqueda de las experiencias y de límites para poder crecer, para entrar en la vida adulta. Muchos de sus comportamientos riesgosos (drogas, vandalismos, velocidad extrema…) entran en esta lógica: no son pura transgresión, sino que expresan un querer medirse, un ver “el efecto que produce”, un ceder a la fuerza de atracción que posee el riesgo de ponerse a prueba. Los adolescentes piden poder explorar el mundo, con la certeza de que, al retornar, encontrarán adultos dispuestos a escucharlos y darles seguridad. 

 

La escucha, la presencia, la disponibilidad, la empatía, son todas actitudes adecuadas para acompañar el itinerario de los adolescentes. Los padres deben mostrar capacidad de decisión: son ellos los capitanes de la nave. Que la nave llegue felizmente al puerto, sin amotinamientos, depende de la responsabilidad con la que ellos utilicen su poder, y de su flexibilidad para cambiar la velocidad o la ruta, según la dirección del viento y las características del equipaje

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