Foto por: Dmitriy Gutarev Todo padre se ve precisado a disciplinar a su hijo. Los seres humanos somos inclinados al camino torcido. El mal nos fascina. Lo malo de los padres humanos es que, muchas veces, pierden el equilibrio y, al intentar disciplinar a sus hijos, lo hacen inadecuadamente, con cólera, sin equilibrio.



Martín Lutero recordaba con amargura, la saña con que su madre lo castigaba. No sucede lo mismo con Dios Padre. El es la Bondad. La sabiduría. Su disciplina es la que nos conviene.

Dios busca formar en nosotros la imagen de Jesús. Pero se encuentra con nuestra resistencia. Como padre tiene que disciplinarnos muchas veces. Pero no nos castiga como el verdugo, con odio, sino con el amor de Padre que solamente busca nuestro bien. Decía Jesús: “Mi padre, el viñador, corta los sarmientos para que den más fruto” (Jn 15,2). El Padre no quiere destruir la vid, sino ayudarla a dar más frutos. Dios no quiere hacernos infelices, sino que maduremos, que seamos liberados de todo lo que puede ser nuestra perdición.

Cuando el Señor nos advierte que no seamos como el caballo o la mula, a los que hay que ponerles freno y rienda para que obedezcan (Sal 32), nos está hablando como Padre, que busca evitar el dolor que el freno y la rienda nos causan. Quiere llevarnos por el camino sin resistencias.

El Salmo 73 nos recuerda algo de lo que no nos gusta hablar: el lado oscuro de nuestro corazón. Dice el Salmo mencionado: “Cuando la amargura me invadía el corazón, cuando me torturaba en mi interior, era un estúpido y no lo comprendía, era, como una bestia ante ti”. (Sal 73, 21-22). Bien lo dice el Salmo, hay circunstancias en que nos volvemos como bestias. No queremos entender por las buenas, y Dios tiene que aplicarnos paternalmente su disciplina.

El Señor comienza por introducirse como espada en nosotros por medio de su Palabra, que es útil para corregir. Se vale del Espíritu Santo para “convencernos de Pecado”, que “entristece” al Espíritu Santo. El Señor pone la tristeza del Espíritu en nuestro interior. David durante su adulterio sentía que la mano de Dios pesaba sobre él (Sal 32). Finalmente, el Señor nos “baja violentamente del caballo”, como lo tuvo que hacer con Pablo. Dios no quería que Pablo fuera destruido, aniquilado.Tuvo que emplear un método violento para salvar a Pablo de un camino equivocado y para ayudarlo a convertirse en el instrumento eficaz de su Palabra. Lo mismo hace con nosotros, muchas veces, cuando no entendemos por las buenas.

Difícil aceptar la disciplina de Dios
Cuesta mucho aceptar la disciplina de Dios. Creemos que se comete alguna injusticia con nosotros; que Dios como que no es tan bueno como creíamos. La hora de la disciplina es hora de tentación. La Carta a los Hebreos, en su capítulo doce, nos hace ver que, si Dios nos “castiga”, es porque nos considera “hijos legítimos”. También nos recuerda que la disciplina, si es cierto que duele, produce frutos de santidad, que es lo que Dios quiere para nosotros.

Dios es como un escultor; nosotros somos un duro trozo de mármol en sus manos. El escultor con pericia va sacando del mármol la artística imagen. A base de cincelazos Dios va procurando que la imagen de Jesús vaya apareciendo cada vez más en nosotros. Claro está, los cincelazos duelen. Si el mármol pudiera gritar, lo haría. Nuestra naturaleza humana se resiste a los cincelazos de Dios. Pero no hay otra manera de esculpir la imagen de Jesús en nosotros.

El capítulo octavo del Deuteronomio recoge las reflexiones que el Señor le hace a su pueblo para explicarles el porqué de la disciplina en el desierto. Les dice el Señor: “Acuérdate del camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer durante estos cuarenta años a través del desierto, con el fin de hacerte pasar necesidad y probarte, para ver si observabas de corazón sus mandamientos” (Dt 8, 2-5).

La disciplina de Dios es un examen que nos ayuda a conocer mejor nuestro corazón; que nos enseña a indagar los motivos profundos que nos llevan a acercarnos a Dios. Para preguntarnos si de veras amamos a Dios o si solamente queremos servirnos de él para solucionar nuestros problemas.

El salmista, un día, reflexionó sobre lo que había sido para él la disciplina de Dios. En el Salmo 119 expresó su sentir cuando dijo: “Antes de ser afligido, andaba descarriado, pero ahora confío en tu promesa” (v. 67). “Me vino bien ser humillado, pues así aprendí tus normas” (v. 71). “Señor, yo sé que tus mandamientos son justos, que tienes razón cuando me humillas” (v. 75).

Algo característico del Señor es que sabe conjugar la disciplina con las experiencias espirituales que concede. Al pueblo de Israel, en el desierto, lo hizo pasar por penurias, pero también lo colmó de hechos milagrosos. Es frecuente que, después de una dura disciplina, tengamos experiencias espirituales muy profundas en nuestra vida.

De esta manera, el Señor nos quiere enseñar que, a pesar de disciplinarnos, sigue siendo nuestro Padre amoroso que sólo busca nuestro bien, nuestra felicidad.

Para Pablo fue traumática su caída del caballo. Pero de ahí, del polvo, del miedo, de la ceguera, se levantó un nuevo Pablo. Un Pablo entregado totalmente al camino de Dios. Nuestros padres pueden perder el equilibrio al tratar de disciplinarnos. Pueden equivocarse. Dios no se equivoca nunca.

Dios nunca pierde el equilibrio. Todo lo que permite para nosotros es solo por su amor de Padre. Esa debe ser una certeza para nosotros. Sobre todo, en el momento en que somos disciplinados. En que el Señor nos baja violentamente del caballo de autosuficiencia.

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Boletín Salesiano Don Bosco en Centroamérica
Edición 255 Enero Febrero 2022

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