Enfermedades educativas: la prisa desmedida Vivimos acelerados. Comemos, trabajamos y educamos con apuro, atrapados en la “filosofía del acelerador”. Esta urgencia constante, más allá de robarnos el gusto por lo esencial, ha comenzado a dañar profundamente nuestra forma de educar.

 

Un periodista preguntó a un hombre cuál era su recuerdo más feliz de la infancia. Él respondió: “Una noche en que mi papá se detuvo a atraparme luciérnagas”. Lo memorable no fue la actividad en sí, sino el hecho de que su padre se detuvo. En educación, los hijos recuerdan las pausas, no las carreras.

El apresuramiento afecta de forma particular a tres ámbitos fundamentales en la formación de las personas:

  1. La pérdida de la infancia

En primer lugar, la prisa nos hace “saltar” la infancia, considerándola una pérdida de tiempo. En una cultura que idolatra la adultez y la productividad, el ser niño parece un estorbo. Sin embargo, esto es un grave error. Psicólogos y pedagogos insisten en que los primeros años de vida son fundamentales para el desarrollo integral. Arnold Gesell afirmó que “la madurez psicológica alcanzada en los primeros cinco años es prodigiosa”. Mario Lodi sostiene que en la primera infancia se aprende el 80% de lo necesario para toda la vida. Y Alice Miller advierte que los traumas tempranos son la raíz de muchas crisis sociales.

Privar a un niño de su tiempo para jugar, imaginar, soñar o ensuciarse es arrebatarle una etapa única e irrepetible. Solo un niño plenamente niño podrá ser un adolescente saludable, un joven equilibrado y un adulto maduro. La infancia no debe apresurarse ni adelantarse. El psiquiatra italiano Paolo Crepet lo expresa con crudeza: “Si de verdad amáramos a nuestros hijos, no los obligaríamos a pasar los días entre la escuela, la piscina, clases de violín, computación, gimnasio… con el único objetivo de fatigarlos”.

  1. El pensamiento reflexivo en riesgo

El segundo daño de la vida acelerada es que favorece el pensamiento rápido en detrimento del reflexivo. Este “pensamiento televisivo” —rápido, fragmentado, brillante, pero sin profundidad— domina nuestras pantallas. Como perros de pastoreo descontrolados, salta de una cosa a otra sin lograr nada sólido. El peligro es que esta velocidad nos impide detenernos a pensar, comprender y aprender de verdad.

Frente a esto, la lectura se presenta como refugio del pensamiento reflexivo. Leer permite pausar, releer, subrayar, interiorizar. La diferencia entre leer y mirar una pantalla es la misma que hay entre caminar e ir en tren: quien camina ve y entiende; quien va en tren, solo mira. Urge defender la lectura como un acto formativo y liberador.

  1. El hogar sin pausas

Por último, la velocidad ha vaciado nuestras casas de vida compartida. Pellegrino denuncia un síntoma revelador: ¡el hogar ya no tiene sillones desgastados! Y no se refiere al mueble, sino al símbolo: los sillones gastados por el tiempo compartido, las charlas sin prisa, los abrazos largos, las tardes de juegos o cuentos.

Una casa sin sillones gastados es una casa sin alma, donde nadie se detiene, se escucha o se acompaña. Es apenas un dormitorio, un comedor sin sobremesa, un lugar de paso. Y eso, a la larga, destruye la familia. Porque la familia verdadera —la que se diferencia de una simple casa— se construye con pausas: la cena juntos, la conversación, el domingo en calma, la mirada que acompaña.

En tiempos donde todo parece correr, la educación necesita detenerse. Educar no es una carrera, es un camino. Como Don Bosco, que caminaba junto a sus muchachos, detengámonos a mirar, escuchar, estar. Solo así formaremos personas plenas.

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