Transmisión de la vida El matrimonio es en primer lugar una íntima comunidad conyugal de vida y amor, que constituye un bien para los mismos esposos, y la sexualidad está ordenada al amor conyugal del hombre y la mujer.

Por eso, también los esposos a los que Dios no ha concedido tener hijos pueden llevar una vida conyugal plena de sentido, humana y cristianamente.
No obstante, esta unión está ordenada a la generación por su propio carácter natural.

El niño que llega no viene de fuera a añadirse al amor mutuo de los esposos; brota del corazón mismo de ese don recíproco, del que es fruto y cumplimiento.

No aparece como el final de un proceso, sino que está presente desde el inicio del amor como una característica esencial que no puede ser negada sin mutilar al mismo amor.

Desde el comienzo, el amor rechaza todo impulso de cerrarse en sí mismo, y se abre a una fecundidad que lo prolonga más allá de su propia existencia.

Entonces, ningún acto genital de los esposos puede negar este significado, aunque por diversas razones no siempre pueda de hecho engendrar una nueva vida.

El hijo reclama nacer de ese amor, y no de cualquier manera, ya que él no es un derecho sino un don, que es el fruto del acto específico del amor conyugal de sus padres.

Porque, según el orden de la creación, el amor conyugal entre un hombre y una mujer y la transmisión de la vida están ordenados recíprocamente.
De esta manera, el Creador hizo al hombre y a la mujer partícipes de la obra de su creación y, al mismo tiempo, los hizo instrumentos de su amor, confiando a su responsabilidad el futuro de la humanidad a través de la transmisión de la vida humana.

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