La Eucaristía realiza la forma más intensa
de la presencia de Cristo entre nosotros.
La eucarística se llama precisamente la presencia real.
Las diversas formas de presencia de Jesús Resucitado culminan cuando Jesús se identifica con el pan y con el vino de la Eucaristía, celebrada en su memoria por la comunidad de los discípulos de Emaús.
Jesús está realmente presente en su Palabra, en la cual se da ya como luz y como alimento. Está presente también en todos los sacramentos, que son fuerzas vivas que brotan de Cristo vivo, por obra del Espíritu: Cuando alguien bautiza es Cristo quien bautiza, cuando alguien absuelve es Cristo quien absuelve.
Cristo está realmente presente en la comunidad, en el ministro que preside la celebración y une visiblemente a la comunidad con su fundamento que es Él.
Después de la celebración, prolonga en el sacramento su presencia en beneficio de todos aquellos que lo desean o lo buscan (enfermos, visitantes) y no han podido asistir a la celebración. Continúa estando realmente presente en los pobres y en los enfermos: “Lo que ustedes hicieron conmigo”.
Esta comprensión de la múltiple, aunque única presencia del Resucitado da unidad a nuestra vida. Los sacramentos, la oración litúrgica, la comunidad, la misión, la experiencia de fraternidad, el servicio a los demás: todo queda unificado por la convicción de que el Señor Jesús está presente en todo momento, como Él mismo nos ha asegurado: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”.
Esta presencia no debe ser entendida como presencia de una realidad material, como si el cuerpo de Cristo estuviese encerrado, inmóvil, estático. Está, en cambio, vivo, irradiante, activo y operante. No hospedamos a un extraño o a un forastero; no lo hacemos prisionero del sagrario. Es el Resucitado, el Señor del cosmos y de la historia que, habiendo colmado la medida del amor, sigue ejercitando en el mundo su propia soberanía salvífica, sin estar limitado por el espacio ni por el tiempo, exactamente como se mostraba después de la Resurrección.
La intimidad divina con Cristo, en el silencio de la contemplación, no nos aleja de nuestros contemporáneos, sino, al contrario, nos hace atentos y abiertos a las alegrías y a los afanes de los hombres y ensancha el corazón hasta las dimensiones del mundo. Esta intimidad nos hace solidarios para con nuestros hermanos en humanidad, particularmente hacia los más pequeños, que son los predilectos del Señor.
ContemplaciónContemplación es la actitud que corresponde al misterio eucarístico. Este es un don que viene de lo alto. Para comprenderlo es necesario ponerse a la escucha del Señor, meditar mucho su palabra y sentir el escándalo que su anuncio, hoy como ayer, suscita en el corazón de los discípulos. |
Leer más artículos: