Es una bendición que todo el mundo pueda acceder a información de calidad, disponible en las redes sociales.
Sin costo alguno o con mínima inversión tenemos acceso a los tesoros crecientes de la ciencia, el arte, la filosofía, la literatura y todos los campos del saber humano.
Pero se da también la otra cara de la medalla. Las redes sociales pululan en fanatismos religiosos, incluso católicos. Allí prospera la violencia verbal, la difamación, la calumnia. Hasta se ha acuñado un término triste: la posverdad.
Hay que andar con tiento en cuanto a medios de información periodística, pues esta se presenta muchas veces sesgada, intencionalmente manipulada según intereses turbios. Mientras la sana filosofía considera la verdad como indiscutible, abundan los sitios que la producen, disimulan o alteran a conveniencia.
Surgen así mecanismos de “selección”: lo que me gusta o no me gusta (los célebres “like”). Hasta podemos elegir a las personas creando grupos cerrados en un círculo virtual, aislado del entorno. Las redes de “amigos” pueden derivar en el cultivo del propio narcisismo: están admitidos nuestros admiradores y rechazados quienes piensan distinto.
Se fomenta un mundo de sordos en el que priva la velocidad frenética que asfixia la reflexión y la capacidad de escucha. Desaparece el silencio en el vértigo de imágenes, luces y ruidos. Se teclea mensajes rápidos y ansiosos sin la debida reflexión serena.
Como la información que ofrecen las redes es abrumadora, esto puede ir en menoscabo de la sabiduría. La libertad puede deteriorarse si nos exponemos incautamente al torrente manipulador de la publicidad ingeniosa. Nos ilusionamos en que somos libres de navegar por el mundo cibernético sin darnos cuenta en qué medida nos arrastra un sofisticado engranaje psicológico diseñado astutamente con criterios puramente comerciales.
La verdadera riqueza de las redes sociales estaría en favorecer la búsqueda honrada de la verdad, en un clima de diálogo sereno, de conversación reposada, de discusión apasionada.
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