Salvarse Se terminó el tiempo de la idea de que podemos hacerlo todo con nuestros recursos, solos, gigantes de vanidad y del «todo lo puedo». Tenemos que superar ese narcisismo fácil que nos ha convencido de que el universo se inclina ante nosotros mismos, imbuidos de un super poder sobre todo y todos.



Hemos aprendido cómo somos vulnerables: Nos necesitamos unos a otros: solos no somos nada. Descubrimos que es importante el vecino de enfrente. Abandonando miedos. Creando lazos. Creciendo. Acabando con el rechazo del otro por ser otro, diferente, extranjero.

Como hijos de Dios muy amados en el Hijo. Por eso se comprende la solidaridad, la fraternidad, el cuidado del otro.  El respeto por el valor de la vida, de la dignidad de la persona, de la verdad del otro es más que nunca virtud. Somos demasiado valiosos para abandonarnos al egoísmo vacío de una enfermedad que se llama indiferencia. Es necesario ir, salir, ser presencia y ser respuesta.

Más que nunca: presencia y testimonio
Nuestra presencia y alegría nace de nuestra fe esperanzada porque la fe y la esperanza avanzan juntas.
Los jóvenes, a quienes no podemos dejar solos, nos esperan, de brazos abiertos, para que habitemos su vivir con la fuerza de un amor que es capaz de vencerlo todo. Tenemos que soñar de nuevo el sueño de los jóvenes. Colocarnos en la disposición de vencer lo que tanto miedo ha impedido de hacer realidad.

Oratorios, centros juveniles, escuelas, centros de formación, obras sociales, parroquias, cada una de nuestras obras tiene que dejarse inundar del corazón vivo, generoso y revitalizador de cada joven que trasforma casas (muros de silencio) en espacios de vida (de la vida de los jóvenes).

Queremos esa vida que nos salva. Con el grito de cada joven que nos pide presencia, atención, acompañamiento, disponibilidad y que les mostremos a Dios. Si los escuchamos, nos van a pedir que les hablemos de este Señor que anima nuestra esperanza. Generar esa vida que el Señor quiere en este momento de nuestra historia.

Una verdad para profundizar
Nosotros cristianos vivimos de la esperanza: la muerte es solo la penúltima palabra, pero la última es de Dios, la de la resurrección, de la plenitud de la vida y de la vida eterna.
Cuando nos abandonamos a la fe en Dios y confiamos en Él, la certeza que nosotros no tenemos todo en nuestras manos, sino que estamos en las manos de Dios.

El cristiano no configura su vida con sus propias fuerzas, sino con la fuerza del Espíritu Santo. En los tiempos de incertidumbre debemos abandonarnos con confianza en su guía.

María de Nazaret, Madre de Dios, estrella de la esperanza
María, la Madre, sabe bien qué significa tener fe y esperar contra toda esperanza, confiando en el nombre de Dios. Su «sí» a Dios ha despertado la esperanza para la humanidad.
Experimentó la impotencia y la soledad en el nacimiento de su Hijo; conservó en su corazón el anuncio de un dolor que le habría atravesado el corazón; vivió el sufrimiento de ver a su Hijo como «signo de contradicción», incomprendido, rechazado.

Conoció la hostilidad y el rechazo frente a su Hijo, hasta cuando, a los pies de la cruz sobre el Gólgota, comprendió que la Esperanza no moriría. Por eso, permaneció con los discípulos como madre –«Mujer, ahí tienes a tu hijo», como Madre de la Esperanza.

Este artículo está en:

Boletín Salesiano Don Bosco en Centroamérica
Edición 250 Marzo Abril 2021

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