familia Es de reconocer como una ganancia la creciente atención a la necesidad de cuidar la propia persona mediante el conocimiento de sí mismo, la sintonía con las propias emociones y sentimientos y el cultivo de relaciones afectivas de calidad.

El riesgo de esta atención por la propia persona es que se desborde de tal manera que se caiga en el individualismo, es decir, vivir en clave egoísta.

En este caso, el matrimonio y la familia pueden funcionar como antídoto para un desarrollo armónico de la afectividad, pues ayudan a crecer en la atención hacia el otro y en la dedicación al bienestar del cónyuge y de los hijos.

Centrarse en una afectividad sin límites puede degenerar en una fragilidad afectiva de índole narcisista y cambiante que estanca a la persona en una inmadurez perenne. Esta inmadurez no superada aprisiona a la persona en etapas primarias respecto a su emotividad y sexualidad.

Muchas separaciones y divorcios tienen su raíz en esta inmadurez afectiva de tipo adolescencial.

El descenso de la natalidad se debe, en buena parte, a la mentalidad egoísta de ver a los posibles hijos como limitantes del disfrute de la vida. 

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