Debemos estimular en niños y jóvenes el cultivo de la paz. Dice el papa Francisco que estamos viviendo la tercera guerra mundial en pedacitos. A primera lectura, parece una afirmación demasiado exagerada.

Después, mirando la geografía global, constatamos que los brotes de violencia hierven en prácticamente todo el mundo.

Algunas son guerras espantosas como en Siria. Otros son conflictos añejos de intolerancia agresiva como en las relaciones Israel-Palestina. Países árabes se desangran sin esperanza cercana. África no termina de apagar una guerra cuando comienza otra. Las naciones vecinas de Rusia la miran con recelo. Europa añora políticas represivas frente a la marea humana que busca desesperada un refugio allí. Estados Unidos inaugura un estilo prepotente y amenazador. El narcotráfico en América Latina deja un imparable reguero de sangre. Centro América, y su trágico triángulo norte, aparece entre las regiones de mayor índice global de violencia.

Hay suficientes elementos como para descorazonarse. La utopía de una convivencia pacífica y solidaria se estrella ante la realidad egoísta y cruel. ¿Quién es el ingenuo que aún cree en la paz universal?

Nosotros los cristianos reafirmamos con terquedad evangélica que la paz es posible. Que la propuesta de las bienaventuranzas de Jesús son un reto exigente y no un sueño poético.

Construir la paz no es tarea exclusiva de los grandes políticos. Nosotros, los pequeños, los de a pie, podemos (y debemos) asumir la responsabilidad de ser constructores de paz en nuestro revuelto mundo familiar, social, laboral.

Crear relaciones sanas, fomentar la convivencia, ser generadores de comunidad, perdonar sin medida. Todo como una traducción realista del mandamiento básico: Amar al prójimo.

Como educadores, que todos lo somos en diversa medida, debemos estimular en niños y jóvenes el cultivo de la paz. Una cierta dosis de fantasía creadora nos abrirá espacios para convocar a todos a ser artífices de la paz.




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