Lo que facilita las cosas a todos los totalitarismos es dar validez jurídica a unas leyes completamente desprovistas de ética. La trágica experiencia de las dictaduras hace comprender que lo legal no basta: que algo sea legal no significa que sea justo. Es preciso, dar a las leyes un fundamento más sólido que el que proporcionan los Parlamentos dizque democráticos. Se necesita una base indestructible situada por encima de las leyes humanas, ya que incluso las mayorías democráticas pueden volverse contra la dignidad humana y aprobar lo abominable.
Ese fundamento sólido, esa base indestructible situada por encima de las leyes humanas, es bien conocido por los cristianos: “Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre» (Mc 10,18).
Desde el principio hubo autores conscientes de que la democracia debía hundir sus raíces en ciertos presupuestos culturales que, en realidad, resultan ser cristianos. Dice Tocqueville: “El despotismo puede prescindir de la religión; pero la libertad, no”. Y el segundo presidente de los Estados Unidos, John Adams: “La Constitución norteamericana está hecha sólo para un pueblo moral y religioso”. Y George Washington: “Tanto la razón como la experiencia nos impiden esperar que la moral pueda prevalecer en una nación si es excluido el principio religioso”.
En realidad, los valores básicos de la democracia (libertad, igualdad, solidaridad, dignidad, progreso...), proceden en última instancia del cristianismo. El hombre tiene dignidad porque no es un capricho de la casualidad, sino la criatura predilecta de un Dios amoroso. El Estado no es sagrado, por tanto, su poder debe ser sometido a estrictas limitaciones que surgen de la ley natural o la ley de Dios. Hoy tenemos democracias más autoritarias que los reyes absolutistas de siglos atrás.
La Iglesia, actualmente, es la única que todavía tiene argumentos fuertes para defender los derechos humanos. No pedimos un estado confesional cristiano, sino respeto para nuestra fe en una sociedad pluralista.
No es posible seguir diciendo que el embrión es un montón de células; que suprimir un embrión o un feto no lesiona ningún derecho; que cualquier progreso científico o técnico es, por sí mismo, un avance moral; que la democracia basada exclusivamente en el número de votos sustituye a la sabiduría. No es cierto que la verdad es lo que decide la mayoría.
Los intelectuales honestos sienten nostalgia de una fundamentación más sólida para sus afirmaciones éticas. Y sienten una especie de envidia de la ética cristiana, de la plenitud de sentido que encuentra el creyente y que ellos no pueden encontrar porque no tienen fe.
Pero, sobre todo, hay algo que a nadie puede dejar en paz en un mundo sin Dios: es el dolor y la injusticia sufrida ahora y en el pasado por los millones de inocentes maltratados, humillados y asesinados. Una injusticia que queda más allá de toda posible reparación humana. La pérdida de la fe y la esperanza en la resurrección deja tras de sí un vacío demasiado evidente: deja pendiente algo que no es posible permitir.
No puede desaparecer del corazón humano el anhelo de lo trascendente, porque tenemos la esperanza de que la injusticia que atraviesa el mundo no tenga la última palabra. Conservamos el anhelo de que los verdugos no triunfen sobre las víctimas inocentes. Dios tiene que existir, pues las víctimas merecen Alguien que las consuele y las reivindique, para que descansen en paz.
El agnóstico o ateo no puede hacer nada por los millones de víctimas del pasado: los que solo conocieron el dolor y la opresión. Las personas sensibles, se niegan a abandonar esas víctimas en sus tumbas. Es necesario, por tanto, un Dios que les haga justicia en el más allá. La esperanza cristiana se rebela contra la fatalidad de tanta injusticia.
La sociedad democrática necesita un suplemento de sentido, y los hombres honestos entienden que el cristianismo ha conservado reservas de esperanza que son ahora muy necesarias.
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