Las ciencias modernas tales como medicina, psicología, sociología, etc., están en su mayor parte regidas por la certeza de las fórmulas matemáticas. El postulado de que parten todas las ciencias naturales reza así: “Sólo es real lo que se puede medir”.
Para muchos, hoy, estas ciencias han sustituido a Dios.
Pero la realidad es que los procesos químico-físico-cibernéticos registrados en el cuerpo del hombre no pueden decir mucho sobre, por ejemplo, el acontecer de una acción humana libre. El hombre no es una máquina. Es mucho más que química y física, mecánica e hidráulica. El razonamiento lógico y la decisión libre de darse desinteresadamente, no se pueden medir.
Juan Bautista Torelló lo tiene muy claro: El modo de pensar mecanicista, aplicado a las ‘ciencias humanas’ tiene efectos negativos si se absolutiza y extralimita sus competencias con ingenuidad o prepotencia.
De hecho, para casi toda la sicología contemporánea el ‘pensamiento’ es una ‘secreción del cerebro’, y todos los procesos psíquicos son derivables de ‘excitaciones’ de las células nerviosas.
El psicoanálisis pretendió entender el alma como un ‘aparato’, en el que Freud imaginó la tripartición de ‘consciente’, ‘preconsciente’ y ‘subconsciente’, traspasando al ‘subconsciente’ al papel de ‘substrato psíquico’ con la distinción entre ‘Yo’, ‘Ello’ y ‘Superyo’. Con la admisión de una ‘energía psíquica’, que calificó de ‘libido’, y a la que atribuyó la capacidad de aparecer en forma de ‘instintos’ varios, completó Freud su ‘teoría psicoanalítica’.
Todo se reduce a campos de fuerza, tensiones, energías, proyecciones, transferencias, descargas, represiones y compensaciones. En opinión del famoso psicoterapeuta suizo Médars Boss, se trata en realidad de una pura construcción mental incapaz de captar y de explicar el vasto mundo humano de los significados, las motivaciones, las libres decisiones, las tomas de posición responsables, y las relaciones interpersonales.
Con el sicoanálisis se destruye toda posibilidad de captar lo propiamente humano en su realidad específica y concreta.
El pensamiento mecanicista, que tanto alardea de objetividad, se precipita en la trampa del reduccionismo: La religión se interpretará como una ‘neurosis’ que desfigura la visión objetiva del mundo; Dios no es más que la imagen sublimada del padre; la sexualidad es una energía que hay que descargar y cuya represión provoca tensiones insoportables, y causa neurosis. Esta teoría reduccionista no ha sido nunca demostrada.
Se comprende que cuando los llamados ‘psicólogos de las profundidades’ estudian un fenómeno religioso, caen enseguida en las mismas interpretaciones reduccionistas, las cuales, sin embargo, por concebir al hombre como una máquina, convencen fácilmente a muchos que, aunque no entiendan de máquinas, al menos las manejan sin cesar.
Entre los críticos destaca el biólogo premio Nobel, Peter Medawar, para quien ‘la teoría doctrinaria psicoanalítica es la estafa más horrenda del siglo’.
Es cierto que puede haber formas neuróticas en la ‘vida de piedad’. Es evidente que de la misma manera que existen educadores neuróticos, también haya políticos, médicos y psicólogos neuríticos y también ateos y agnósticos neuróticos.
Sin dida se presentan algunos tipos de educación religiosa parcial, formalista que traen consecuencias nocivas para el desarrollo de una espiritualidad verdaderamente cristiana. Y aquí, la contribución de la sicología puede tener una importancia notable. Pero los juicios psicológicos no deben ser aceptados ciegamente por directores espirituales.
Se debería tener en cuenta que muchos analistas de profesión están obsesionados por encontrar lo morboso detrás de las conductas religiosas, aun en las más excelentes. Y hay quien se arroga el derecho de comprender la vida psíquica normal a partir de sus propias perturbaciones.
No sorprenderá, por tanto, que no pocos de ellos denuncien en la práctica religiosa y en la observancia de los diez mandamientos, en las declaraciones del Magisterio, en la transmisión de la fe en la familia o en la escuela, en la confesión sacramental o en el celibato, conflictos neuróticos mal resueltos, sexualidad amordazada, afán de poder, agresividad insuficientemente sublimada, traumas infantiles no superados, o mecanismos de defensa contra la angustia vital. Y lo hacen con una monotonía exasperante.
Según los esquemas freudianos, el fenómeno de la culpabilidad no sería más que un ‘mal funcionamiento del aparato psíquico’ como consecuencia de las pulsiones instintivas derivadas del parricidio y del incesto, anhelados inconscientemente. A ello se debe que el sicólogo-sexólogo T. Brocher publicara lo siguiente: “La ‘gracia de Dios’ es una proyección de la dependencia infantil; los mandamientos de Dios son una cosificación de normas sociales trasformadas en ‘superyo’; los valores objetivos no son más que un ideal del yo autofabricado opresor de la conciencia; la confesión de los pecados es sumisión servil que huye del diálogo, y la acusación ante el sacerdote es una institución inventada por un grupo social (la Iglesia) que va a lo suyo y desvalija a los demás, con el fin de mantener sus estructuras de poder”.
Al leer estas aberraciones viene a la memoria el dicho de S. Bernardo: ‘El lenguaje del amor parece bárbaro a aquellos que no aman’.
La formación de los jóvenes de hoy se enfrenta a casos de educación explícitamente antirreligiosa. Hoy, toda educación cristiana tiene que enfrentarse con las ideologías más o menos materialistas, evolucionistas, hedonistas, de género, etc. Tenemos que presentar una imagen del hombre verdaderamente cristiana, porque solo en ese marco puede comprenderse el don de sí que nos enseña Jesús.
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