educardb1 Aprender a hablar y aprender a expresarse es un arte necesario para el buen crecimiento de los hijos e hijas. Pero hoy quiero hablar de un arte todavía más difícil y más decisivo: el arte de socializar.

Desde el comienzo de su existencia, y aún sin saberlo, los niños van construyendo su propia actitud de socialización. Aunque no tengan todavía las ideas claras y carezcan de la necesaria autonomía, cada uno de ellos la va desarrollando o limitando de acuerdo a los estímulos o condicionamientos que les toca ir enfrentando. En esa experiencia, la familia se juega buena parte de su credibilidad.


Si un hijo regresa de la escuela o del colegio con cara de adulto recién despedido, es porque seguramente ha tenido que soportar alguna prepotencia de carácter social. Aunque algunos administran el stress mejor que otros, los borrascosos altos y bajos de las relaciones con los amigos y amigas, con el grupo de iguales o con los rivales, preocupan intensamente a los niños y adolescentes durante la edad escolar.

Muy pocos lo piensan, pero ellos tienen que aprender en poco tiempo una cantidad impresionante de habilidades: comprender a los otros y adaptarse rápidamente, ser capaces de resolver los conflictos interpersonales sin recurrir a la agresividad, saber observar su propio comportamiento mientras se relacionan o interactúan con los demás, construir y conservar una buena imagen pública, saber presentarse ante los demás de manera adecuada, cooperar y trabajar con los otros en equipo y en grupo, ser capaces de interpretar los episodios sociales, las acciones y los gestos de los demás; tener que asimilar conceptos como “amistad”, “solidaridad”, etc. Es un deber innato... Pero muchos adultos son incapaces de “convivir”.

Construyendo relaciones
Cada persona nace con un determinado bagaje de capacidades sociales básicas. Pero a medida que crece, tiene que estar muy atenta para evitar cometer actos impulsivos que puedan alejarla de sus potenciales amigos. El que se equivoca queda condenado a la marginación y a la soledad.

educardb2 Durante la adolescencia estar juntos no es sólo un placer. De hecho, el grupo constituye una especie de armadura protectora para sus miembros. Quien observa a un grupo de adolescentes dar vueltas por un centro comercial, quedará impactado por la impresión de poder e invulnerabilidad que emanan de cada uno de sus integrantes. Juntos están prontos para decir y hacer cosas que no dirían ni harían nunca si estuvieran solos. Es típico que los adolescentes solos padezcan miedos o angustias que el grupo, a su tiempo, ayuda a hacer desaparecer.

Ya desde la enseñanza inicial, los niños comienzan a consolidar amistades, son capaces de telefonear a sus amigos y hasta de tener serias discusiones con ellos. En esta etapa puede aparecer el bullying.

Los padres y madres tienen que estar muy atentos para darse cuenta cuándo los hijos e hijas están comenzando a tener una fama negativa entre sus compañeros y compañeras o cuándo son marginados o tienen que soportar actitudes de prepotencia, y tratar de individualizar sus puntos débiles. Tienen el derecho y el deber de informar a la escuela cuando ven que sus hijos e hijas están sistemáticamente ausentes, o se han convertido en el centro de burlas, amenazas o actos de bullying. Y tienen que intervenir con decisión.

En los últimos años de la primaria y, especialmente a partir del ciclo básico, los adolescentes son profundamente conscientes del alcance y la crueldad de los juicios de sus pares. Muchos están siempre pendientes de quienes lideran, por miedo a ser olvidados o rechazados. Muchos se sienten obligados a cuidar cada gesto, y saben que se arriesgan a ser motivo de burla por alguna manera de ser, por un peinado fuera de moda, porque frecuentan amigos no apreciados por los demás, o porque escuchan música inadecuada. Es como vivir bajo una tiranía donde los tiranos son sus propios compañeros.

La tiranía de los compañeros amenaza provocar la caída de la autoestima. Muchos se preguntan si continuar en el juego o resistir, si buscar la popularidad o ser ellos mismos. Es una decisión difícil, un dilema personal muy profundo. Afortunadamente, la mayor parte lo resuelve de manera sana: obtiene un justo grado de aceptabilidad social y al mismo tiempo, permanece fiel a sí mismo. Sin embargo, la presión social no desaparece nunca.

Un apoyo necesario
Padres y madres tendrían que ser para sus hijos e hijas un apoyo comprensivo y ayudarlos a entender que pueden contar con ellos, que son adultos serios en quienes pueden confiar las dificultades y dilemas prácticamente cotidianos de su experiencia social. Además de ser para los hijos e hijas  una guía, los padres y madres  tienen que tener claro que, en este campo, los resultados sociales cuentan más que los resultados escolares. De acuerdo con la escuela, pueden llegar a proponer, por ejemplo, una técnica muy utilizada y preferida por Don Bosco: que uno o más estudiantes populares “adopten” a los compañeros que son más rechazados por el grupo. Una técnica que tiene muchas posibilidades de tener éxito sobre todo cuando quienes tutorean son los mayores del grupo.

No pueden olvidar que tienen que sostener y animar especialmente a los niños y adolescentes dispuestos a seguir sus propias inclinaciones y a remar contra la corriente del conformismo social. Y sería muy oportuno estimular a todos, porque un cierto grado de independencia social siempre es beneficioso.

El pediatra de Laura, una muchachita de 11 años, quería prescribirle unos medicamentos porque su comportamiento social no se adaptaba al grupo: le gustaba estar y actuar por su cuenta, despreocupada totalmente de los juicios de los demás. Laura no quería tomarlos. Cuando se le preguntó el motivo de su negativa, respondió: “Porque no son originales. Y corro el peligro de serlo. Durante los recreos me gusta sentarme sobre una piedra a leer poesías. Estoy hecha así. La gente piensa que soy extraña. Pero no es verdad. Sólo soy original y hago lo que me gusta. Esa medicina me hará ser como todos los demás. ¿Por qué no puedo ser como soy?”.

Si a una hija le gusta leer poesía sentada sobre una piedra, entusiásmenla a hacerlo, aún a riesgo de lo que vayan a decir u opinar quienes la vean. Si a un hijo de trece años le gusta coleccionar mariposas y los demás piensan que es un excéntrico, ayúdenlo a ampliar su colección. Dejen que sus hijos  e hijas afirmen su personalidad, animando su individualidad y aplaudan su coraje.

Y no dejen de verificar el salto cualitativo más importante que tienen que dar los adolescentes para consolidar su crecimiento: pasar de estar con los otros a ser para los otros. No se trata sólo de una elección de valores, que lleva a adoptar determinadas actitudes y comportamientos y a promover el sentido de disponibilidad, generosidad y solidaridad. Es mucho más: se trata de una inversión bien calculada sobre el modelo de adultez que procurarán alcanzar en su vida futura.

Las experiencias que contribuyen a orientarlos hacia este modo de entender la vida social tienen que realizarse con gradualidad y continuidad, en los varios ambientes de la vida, asegurando continuidad entre los varios roles que los adolescentes viven cotidianamente, e integrando también las disonancias críticas que pueden surgir, que son útiles para vivir en el mundo sin tener que adecuarse pasivamente.

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