Tarde o temprano, a todos nos toca sufrir el “silencio de Dios”. Una tragedia, la persecución, la enfermedad, el fracaso económico. Entonces nos preguntamos: “¿Dónde está Dios?”. Nuestros amigos, que conocen nuestra fe, nos preguntan: “¿Dónde está tu Dios?” Nos dirigimos a Dios para preguntarle: “Señor, ¿qué pasa conmigo? Y solo recibimos como respuesta el pesado “silencio de Dios”.
Conocí a un sacerdote jesuita que había pasado catorce años incomunicado en una prisión comunista de Lubianka. Había logrado introducir clandestinamente una hostia consagrada; había sido su tesoro durante sus largos años de prisión en que no veía a ninguna persona. Le pregunté: “¿Cómo hizo para resistir?” Su respuesta fue lacónica: “Dios es muy grande”. Se veía la espiritualidad de aquel hombre. Se notaba que tenía algo especial que no se podía definir. Nunca protestó en su prisión. Nunca le pidió cuenta a Dios de lo que le estaba sucediendo. Pedro y Pablo también estuvieron en la cárcel. Nunca se les ocurrió pedirle cuenta a Dios. No les pasó por la mente de que Dios se había olvidado de ellos; más bien pensaron que “algo bueno” les estaba sucediendo en el plan de Dios.
¿Por qué se oculta Dios? Esta pregunta se responde con otra pregunta: ¿Quién lo sabe? Sin embargo, a la luz de la Biblia, de las experiencias de nuestros grandes santos y místicos, y de nuestras propias experiencias, podemos sacar algunas conclusiones. A veces, Dios se nos esconde porque quiere “curarnos” de algún mal. Quiere provocar una crisis que nos obligue a “sanear” nuestro interior.
Un amigo del famoso poeta Manuel José Arce y Valladares me contaba que el poeta le había pedido su opinión acerca de un poemario. Él le había hecho algunas observaciones muy duras. El poeta se enfureció: se encerró en sí mismo durante varios días. Después de este encierro, apareció nuevamente con el poemario que le valió un merecido premio internacional. A nadie nos gusta que nos señalen nuestros fallos. Nos molesta. Pero nos hace bien. Dios se esconde para que nos veamos obligados a “extraer” algo malo que habita dentro de nosotros y nos impide la bendición de Dios.
Otras veces no hay nada malo en nosotros. Pero Dios se hace el “perdedizo” para llevarnos a un conocimiento más profundo de quién es Él. Llega entonces lo que los místicos han llamado “el desierto” o “la noche oscura del alma”. Santa Teresa y San Juan de la Cruz pasaron por estos momentos duros; pero aseguraron que habían salido con un mayor conocimiento de Dios. Es muy común creer que Dios está cerca de nosotros cuando todo va bien, cuando hay dinero, salud, éxito.
Es común pensar que, cuando nos “portamos bien”, Dios está obligado a concedernos un premio. Desde niños hemos sido acostumbrados a presentarnos a las clausuras de la escuela para “reclamar” un premio cuando se ha obtenido una calificación óptima. Esto nos lleva a creernos “merecedores” de los premios de Dios. Pero resulta que Dios no organiza clausuras. Nuestro acercamiento a Dios es frecuentemente interesado. Lo buscamos porque pretendemos que nos solucione un problema, que nos saque de apuros. Acudimos a Dios como a una computadora. A la computadora le damos unos cuantos datos y le pedimos una respuesta. Cuando la obtenemos, apagamos la computadora y la arrinconamos. Dios no quiere que acudamos a Él en esa forma interesada. Por eso se “esconde “ y nos obliga a buscarlo a Él, no por los regalos que nos pueda ofrecer, sino por Él mismo.
En el salmo 17 David expresa el momento de tribulación cuando era perseguido a muerte por el rey Saúl. El pueblo había llegado a admirar a David. Saúl se moría de envidia; por eso quería eliminarlo. David se alejó a las montañas. Se sentía totalmente solo. Abandonado. También él se habrá preguntado en ese momento: “¿Dónde está Dios?” David tuvo que dar una respuesta a su problema. El salmo 17 nos indica el itinerario que siguió David. En primer lugar, David se examinó delante de Dios para ver si había algo malo. Vio que estaba en paz con Dios. Le dijo al Señor: “¡Que venga de ti mi sentencia, pues Tú sabes lo que es justo; Tú has penetrado mis pensamientos; de noche has venido a vigilarme; me has sometido a pruebas de fuego y no has encontrado maldad en mí!” (v. 2-3).
Cuando David vio que en su alma no había nada que ofendiera a su Señor, se dirigió a Él y le pidió: “Cuídame como la niña de tus ojos; protégeme bajo la sombra de tus alas” (v. 8). David emplea dos figuras de largo alcance. Pide a Dios que lo cuide “como la niña de sus ojos”. Nada hay que nosotros cuidemos más que la “niña del ojo”. No permitimos que la golpee ni un minúsculo granito de polvo. La pupila está protegida por las cejas, por las pestañas, por los párpados. David con confianza le pide a Dios que lo cuide como la niña de sus ojos. Mientras David andaba huyendo por las montañas, había visto cómo las águilas llevaban a sus hijuelos sobre sus alas; cómo los cobijaban bajo esas enormes alas. David le pide a Dios que lo cubra bajo sus enormes alas.
Estos pensamientos le traen serenidad a David en medio de las montañas. Por eso dice: “Pero, en verdad, quedaré satisfecho con mirarte cara a cara, con verme ante ti cuando despierte”. Ahora David ya puede conciliar el sueño. Lo persiguen, pero él ya puede dormir porque Dios lo cuida como a la niña de sus ojos y lo guarda bajo sus alas. La tragedia, el infortunio, la enfermedad, la muerte de un ser querido son duros momentos de nuestro ciclo existencial. El silencio de Dios es lo más impresionante en esos instantes de desorientación. También Jesús pasó por su noche oscura, en el Calvario. También él dijo: “Padre, ¿por qué me has abandonado?” El salmo 17 nos enseña que a pesar de la “ausencia” aparente de Dios, hay algo bueno que Dios nos está regalando. Por eso, a pesar de las circunstancias, debemos seguir alabando a Dios, aunque no lo veamos. Debemos seguir suplicándole que nos guarde como a la niña de sus ojos, y que nos cubra bajo sus enormes alas de Padre. Entonces el sueño vendrá a nosotros, aunque estemos por el desierto o escondidos en la cueva de nuestra tribulación.
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