Está claro que la tarea principal corresponde a los países de origen y a sus gobernantes, llamados a ejercitar la buena política, transparente, honesta, con amplitud de miras y al servicio de todos, especialmente de los más vulnerables «El Ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y permanece allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo”» (Mt. 2,13).

La huida de la Sagrada Familia a Egipto no fue fruto de una decisión libre, como tampoco lo fueron muchas de las migraciones que marcaron la historia del pueblo de Israel. Migrar debería ser siempre una decisión libre; pero, de hecho, en muchísimos casos, hoy tampoco lo es. 

Conflictos, desastres naturales, o más sencillamente la imposibilidad de vivir una vida digna y próspera en la propia tierra de origen obligan a millones de personas a partir. Ya en el año 2003, san Juan Pablo II afirmaba que «crear condiciones concretas de paz, por lo que atañe a los emigrantes y refugiados, significa comprometerse seriamente a defender ante todo el derecho a no emigrar, es decir, a vivir en paz y dignidad en la propia patria».

«Ellos se llevaron también su ganado y las posesiones que habían adquirido en Canaán. Así llegaron a Egipto, Jacob y toda su familia» (Gn. 46,6).

Fue a causa de una gran hambruna que Jacob con toda su familia se vio obligado a refugiarse en Egipto, donde su hijo José les había asegurado la supervivencia. Entre las causas más visibles de las migraciones forzadas contemporáneas se encuentran las persecuciones, las guerras, los fenómenos atmosféricos y la miseria. Los migrantes escapan debido a la pobreza, al miedo, a la desesperación. 

Para eliminar estas causas y acabar finalmente con las migraciones forzadas es necesario el trabajo común de todos, cada uno de acuerdo a sus propias responsabilidades. Es un esfuerzo que comienza por preguntarnos qué podemos hacer, pero también qué debemos dejar de hacer. Debemos esforzarnos por detener la carrera de armamentos, el colonialismo económico, la usurpación de los recursos ajenos, la devastación de nuestra casa común.

«Todos los creyentes se mantenían unidos y ponían lo suyo en común: vendían sus propiedades y sus bienes, y distribuían el dinero entre ellos, según las necesidades de cada uno» (Hch. 2,44-45).

¡El ideal de la primera comunidad cristiana parece muy alejado de la realidad actual! Para que la migración sea una decisión realmente libre, es necesario esforzarse por garantizar a todos una participación equitativa en el bien común, el respeto de los derechos fundamentales y el acceso al desarrollo humano integral. Sólo así se podrá ofrecer a cada uno la posibilidad de vivir dignamente y realizarse personalmente y como familia. 

Está claro que la tarea principal corresponde a los países de origen y a sus gobernantes, llamados a ejercitar la buena política, transparente, honesta, con amplitud de miras y al servicio de todos, especialmente de los más vulnerables. Sin embargo, aquellos han de estar en condiciones de realizar tal cosa sin ser despojados de los propios recursos naturales y humanos, y sin injerencias externas dirigidas a favorecer los intereses de unos pocos. 

Y allí donde las circunstancias permitan elegir si migrar o quedarse, también habrá de garantizarse que esa decisión sea informada y ponderada, para evitar que tantos hombres, mujeres y niños sean víctimas de ilusiones peligrosas o de traficantes sin escrúpulos.

«Porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver» (Mt. 25,35-36). 

Estas palabras resuenan como una exhortación constante a reconocer en el migrante no sólo un hermano o una hermana en dificultad, sino a Cristo mismo que llama a nuestra puerta. Por eso, mientras trabajamos para que toda migración pueda ser fruto de una decisión libre, estamos llamados a tener el máximo respeto por la dignidad de cada migrante; y esto significa acompañar y gobernar los flujos del mejor modo posible, construyendo puentes y no muros, ampliando los canales para una migración segura y regular. 

Dondequiera que decidamos construir nuestro futuro, en el país donde hemos nacido o en otro lugar, lo importante es que haya siempre allí una comunidad dispuesta a acoger, proteger, promover e integrar a todos, sin distinción y sin dejar a nadie fuera. 

El camino sinodal que, como Iglesia, hemos emprendido, nos lleva a ver a las personas más vulnerables —y entre ellas a muchos migrantes y refugiados— como unos compañeros de viaje especiales, que hemos de amar y cuidar como hermanos y hermanas. Sólo caminando juntos podremos ir lejos y alcanzar la meta común de nuestro viaje.

Fuente: 109ª Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado 2023.

 

Oración del Migrante y del Refugiado 2024

Dios de todos tus hijos e hijas dispersos por el mundo.

Desde tu corazón de Padre y Madre sigues

abrazando el caminar de tu pueblo, como lo hiciste

con María, José y el Niño en su huida a Egipto.

Señor y Dios nuestro, peregrino y compañero,

alienta los pies cansados de nuestros

hermanos y hermanas que hacen largos caminos

anhelando acogida y refugio.

Se Tú, el que sabiamente acompañas búsquedas y sueños.

Sigue caminando con ellos, entra a la tienda de su descanso

y consuela a los que están cansados.

Que tu Espíritu, se haga en ellos ungüento y suavidad al caminar.

Que tu Espíritu les aliente y resistan en la impotencia

de no ver la tierra amable que abre puertas de hermandad.

Que tu presencia cercana sea la mano

del hermano que está a nuestro lado.

Que juntos abracemos la esperanza, la alegría de andar

pasos firmes que van dejando atrás la oscuridad.

Una mesa nos acoja, nuevos rostros de amistad,

miradas cómplices nos saluden, que nuestra casa es donde pisamos ya.

Dios Padre y Madre, ternura de los que caminan en soledad,

una tierra justa nos vio al pasar, nos abrió sus puertas para entrar.

La soledad se despide, la noche va quedando atrás.

La amistad nos abraza, la fe nos inunda, te reconocemos Abbá. AMÉN.

 

 

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