Una joven pareja llegada de un pueblecito del norte hasta la gran ciudad. Un viaje de días. Ella en estado avanzado de embarazo. Él, un robusto carpintero. La ciudad hierve de gente obligada por la orden de un lejano emperador que quiere saber cuántos súbditos tiene. Imposible hallar cobijo donde pasar la noche.
En campo abierto, compartiendo el refugio de un rebaño de ovejas, llega el apuro del parto. El joven padre se las debe arreglar solo. Ni comadrona ni tías ni amigas. Solo la soledad helada de la noche. Y unos animales friolentos dormitando en la aspereza del lugar.
Acuden pastores a auxiliar a esa inesperada familia en crisis. Pastores rudos, curtidos en el oficio de dormir al raso, con el corazón sensible. Generosos, echan una mano con lo poco que llevan consigo.
Años después el evangelista narrará la escena dulcificando el acontecimiento con toques poéticos. Y así, ángeles felices, fiesta en las alturas, mensaje de regocijo.
Con alta probabilidad en esa noche santa no hubo villancicos ni panderetas ni peces en el río. Solo un gigantesco acto de fe de esa joven pareja para vislumbrar confusamente el misterio de Dios que se insinuaba en ese bebé tan humano, tan sin destellos divinos. Una fe descarnada pero fuerte: de un modo casi tosco Dios se había hecho hombre.