El anciano que soporta sobre sus espaldas curvas una enorme carga de leña y camina con paso inseguro y la mirada clavada en el duro suelo, bajo un sol de fuego.
El joven que se ausenta de su aldea y familia buscando trabajo lejos en gigantescas plantaciones de caña de azúcar o palma africana, comiendo mal, durmiendo peor, en galpones de hacinamiento, expuesto a mordeduras de serpiente o pinchazos de las espinas o la amenaza de la malaria.
La joven mujer que, en ausencia de su marido, va a recoger la cosecha de la milpa y lleva consigo a sus pequeños hijos y, después de horas para llenar de mazorcas su costal, carga sobre su enflaquecido cuerpo el precioso maíz caminando kilómetros por caminos pedregosos.
El jovencito, la jovencita que, por ansias de estudiar para salir de la miseria, recorre cada día distancias largas por veredas empinadas, bajo el sol quemante o la lluvia persistente.
Hombres, mujeres, niños, niñas que, en los meses sin lluvia, buscan el agua en escasas y distantes fuentes y regresan al hogar llevando el pesado líquido, mientras el sudor empapa su torturado cuerpo.
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