santisimo La Eucaristía reúne a la Iglesia y la hace visible. Así sucede cada domingo en todas las iglesias. Pero, sobre todo, la Eucaristía construye la realidad interior de la Iglesia, como hace el alimento asimilado por nuestro cuerpo; refuerza en ella la conciencia del misterio sobre el que se funda su existencia.



La celebración eucarística quiere dar origen a una humanidad que viva en comunión de amor y de compromiso con Jesús. El pan y el vino, que presentamos en el altar, se transforman en el Cuerpo y Sangre de Cristo, para que todos los que comulgan fructuosamente en este misterio se hagan una sola cosa en Cristo.


Diciendo “Amén” al cuerpo eucarístico, decimos también “Amén” al cuerpo eclesial: creemos que es real y queremos formar parte de él según las condiciones que su naturaleza requiere.

De esta verdad brota la tradición espiritual que considera la Eucaristía como sacramento de la caridad, de la unidad, de la comunión fraterna.

El único modo para realizar la comunión entre los hombres y para contraponerse a la lógica disgregadora del pecado es entrar en la Nueva Alianza ofrecida por la Eucaristía. En ella, la proximidad benévola y acogedora de Dios nos permite abrirnos los unos a los otros, reconocer y aceptar como un don nuestras diversidades y honrarnos como hermanos en el servicio recíproco.

A la luz de la Eucaristía, la edificación del Reino, de la Iglesia y de nuestra vida fraterna no aparece como una obra titánica de nuestra buena voluntad, sino como el fruto de la Pascua del Señor, que está frente a nosotros para que caminemos hacia ella y nos dejemos invadir por ella.

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