Contemplación Gente de todas las edades reconoce en la contemplación la posibilidad, bastante sencilla, de vivir más humanamente, vivir con una codicia menos frenética, vivir con espacio para el sosiego, vivir esperando aprender y, sobre todo, vivir con la conciencia de que hay un gozo sólido y perdurable pendiente de ser descubierto en las disciplinas en las que olvidamos nuestro propio yo, bastante distintas de la gratificación que viene de este o aquel impulso del momento.

A menos que nuestra evangelización abra la puerta a todo esto, corremos el riesgo de intentar sostener la fe basándonos en una serie inmutable de hábitos humanos, con el consiguiente resultado demasiado familiar de la Iglesia vista como una más de las instituciones puramente humanas, ansiosas, ocupadas, competitivas y controladoras.

 

En un sentido muy importante, una verdadera tarea evangelizadora será siempre también una re-evangelización de nosotros mismos como cristianos, un redescubrir por qué nuestra fe es diferente, pues transfigura, y un recuperar nuestra propia humanidad.

El enemigo de la proclamación del Evangelio es la autoconciencia y, por definición, no podemos superarlo siendo más conscientes de nosotros mismos. Debemos volver a San Pablo y preguntarnos: ‘¿Qué buscamos?’ ¿Miramos con ansiedad los problemas actuales, la variedad de infidelidades o la amenaza a la fe y la moralidad, la debilidad de la institución? ¿O buscamos a Jesús, el rostro revelado de la imagen de Dios, a la luz del cual vemos la imagen de nuevo reflejada en nosotros y en nuestro vecinos?

La evangelización es siempre el desbordamiento de otra cosa: el viaje del discípulo hacia la madurez en Cristo; un viaje que no está organizado por un ego ambicioso, sino que es el resultado de la insistencia y de la atracción del Espíritu en nosotros.

En nuestras deliberaciones sobre cómo hay que hacer para que el Evangelio de Cristo sea de nuevo apasionadamente atractivo para los hombres y mujeres de nuestros días, espero que nunca perdamos de vista qué es lo que hace que sea apasionante para nosotros, para cada uno de nosotros en nuestros diferentes ministerios.

Les deseo alegría en estos debates, no sólo claridad o eficacia en la planificación, sino gozo en la promesa de la visión del rostro de Cristo y en el anuncio de esa plenitud en la alegría de la comunión uno con el otro, aquí y ahora.

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