Don Bosco Estamos acostumbrados a ver en Don Bosco a un hombre pletórico de salud, capaz de desafiar a sus muchachos en la carrera cuando rayaba los cincuenta años, humorista constante y optimista por esencia y convicción.

Todo ello es innegable. Pero esta faceta no excluye el sufrimiento interior y biológico. La dimensión paciente de Don Bosco, la mitad pasiva de que habla Teilhard de Chardin, acompaña su biografía con la misma intensidad con que lo hace su mitad activa. La respetuosa intromisión en esas intimidades puede contribuir a situar a Don Bosco en una posición justa y a comprender más cabalmente su persona. Al mismo tiempo hará vislumbrar la admirable obra de la gracia en nuestro ejemplar educador. En esta aproximación iremos de la mano de dos médicos.

Cuando la Iglesia Católica quiere canonizar a alguna persona, la examina cuidadosamente. Aquí nos fijaremos exclusivamente en la virtud cardinal de la fortaleza. Esta virtud posee un aspecto en apariencia más pasivo, que se llama paciencia: es la capacidad de soportar, de encajar contrariedades y dolores. El aspecto más positivo se llama propiamente fortaleza: es la capacidad de emprender, de actuar, de tomar iniciativas. A la fortaleza se opone la cobardía, por efecto, y la temeridad, por exceso.

Conforme a la afirmación bíblica de que la fortaleza se manifiesta en la debilidad, recorreremos la biografía de Don Bosco, hombre débil, paciente. En una segunda parte lo contemplamos como signo de contradicción entre sus contemporáneos. Nos acercamos así al estado de la naturaleza que gime con dolores de parto para generar hijos nuevos para el Reino. Es la teología de la Cruz evangélica, puesta en clave educativa de alegría por Don Bosco.

 

A. Don Bosco, “varón de dolores”

La biografía patológica de Don Bosco es abundante y conocida. Pero repasarla acumulada en continuidad produce escalofríos. Recorramos este el camino “doloroso”.

  1. 1.En la familia

Por parte de la madre, las afecciones del pulmón son casi hereditarias, puesto que tanto Mamá Margarita, de casi 60 años, como su hijo primogénito José de unos cincuenta y nueve, hermano de Don Bosco, murieron de pulmonía aguda

A los diez años (1825), Juan cayó de un árbol al intentar agarrar un nido. Llamando el médico, dijo que el mal estaba en el interior. Pero, si hubiera sido así, habría muerto, y curó a los tres meses. Probablemente sufrió una pequeña rotura de costillas, con la consiguiente pleuritis traumática, pues con el tiempo presentó un hemotórax con costillas un poco deformadas.

  1. 2.Enfermedad mortal en el seminario

A los veinticuatro años (1839-1840). Esta enfermedad se produce en un contexto muy preciso: mala alimentación, estudios intensísimos, muerte de su amigo Luis Comollo. Consecuencia de todo esto fue una salud empobrecida, que le obligó a ponerse bajo los cuidados de la madre. ¿De qué enfermedad se trataba? Este estado enfermizo se debe a un germen que estaba incubándose en aquel organismo debilitado por estrés, pobreza, sufrimientos de diversa naturaleza, y dominado por una excesiva voluntad de llegar al sacerdocio.

¿Curó? Clínicamente no: quedaron residuos patológicos, que tomaron mayor virulencia algunos años después en una terrible recaída tras las dolorosas vicisitudes del Oratorio, con expectoraciones de sangre. Pero esta enfermedad específica pulmonar permaneció siempre en estado latente, agudizándose en algunas ocasiones (Marsella en 1877, Turín en 1884). Hoy se sabe que muchos son atacados por el bacilo de Koch y que no muestran ningún trastorno porque sus organismos reaccionan con la formación de anticuerpos. Así habría sido Don Bosco.

Ya podemos sacar una conclusión: Don Bosco, aun desarrollando su prodigioso apostolado a favor de los jóvenes, sufrió la amenaza persistente de complicaciones. Así se explica cómo don Cafasso le preguntaba con frecuencia: ¿Qué tal va de salud? Signo evidente de que sabía que el joven sacerdote era un enfermo.

Y, mientras tanto, continuaba con sus penitencias: nada de café por la mañana, sólo pan seco según la costumbre de mamá Margarita; ayunaba los viernes y sábados; “bautizaba” (añadía agua) la sopa porque estaba demasiado caliente; otro tanto hacía con el vino... Y repartía con los otros lo poco que le traía su madre desde I Becchi.

3. Contagio petequial de joven sacerdote (1845)

En 1845 confesaba en el Instituto Cottolengo, donde había aparecido la enfermedad epidémica de la petequia (mancha parecida a la picadura de una pulga, que no desaparece por la presión del dedo. Se observa en enfermedades agudas, ordinariamente graves). Se contagió y cayó enfermo. Las Memorias Biográficas hablan de la enfermedad de las petequias; pero no es una enfermedad, sino un elemento eruptivo del cutis, formado por una pequeña mancha, grande al máximo como un garbanzo, difundida especialmente en el tronco y en las articulaciones, y se hace hemorrágica por un pequeño trasvase de sangre en su interior. Una vez curada, puede dejar o no dejar una impronta sobre la piel. Las Memorias Biográficas no dicen si tuvo fiebre, si fue muy grave; dicen solamente que durante toda la vida dejó marcas en la piel.

Parece que esta enfermedad sería lo que hoy se llama tifus petequial o dermotifus. Comporta un periodo agudo, de unas dos semanas. Si el decurso es favorable, llega a desaparecer el exantema petequial, seguido de una descamación del cutis. Las Memorias Biográficas dicen que estos residuos petequiales dejaron un tormento no pequeño por toda la vida, de modo que el sacerdote que cuidó su cuerpo después de la muerte, lo vio todo reducido a un estado que daba lástima, como si un herpes se hubiera extendido por todo el cutis, sobre toda por la espalda.

4. Terrible enfermedad. (1846)

En julio de 1846, a los treinta años, después de las peripecias del Oratorio, desfallecido de fuerzas, se desvaneció violentamente y tuvo que meterse en cama. La enfermedad inició con una forma de bronquitis aguda; después pasó a los pulmones. Estamos ante una seria bronco-pulmonía, con tos insistente que le partía el pecho. Estuvo en cama todo el mes de julio y, sólo en la segunda mitad de agosto, pudo ir a I Becchi, donde tuvo que permanecer tres meses. Esta enfermedad le dejó secuelas en su tórax, ya atacado por el germen específico. En general, logró vencer, pero no se curó nunca, quedando propenso a infecciones fáciles. Estas formas agudas pulmonares, en sujetos más o menos bronquíticos, dejan un fuerte grado de astenia y la facilidad de una sudoración deprimente, y una tos persistente, tos que tuvo gran influencia en la patología de los últimos años.

Volvió a Valdocco el 3 de noviembre de 1846 con su madre: son treinta kilómetros, convaleciente de una enfermedad pulmonar grave, y en un invierno piamontés. Mamá Margarita con su canastillo, con las cosas indispensables; don Juan Bosco con el breviario y algunos cuadernos de apuntes, cuadernos que llevó siempre consigo y que se encontraron después de su muerte.

5. Incomodidades persistentes

Las molestias que lo acompañaron en la vida ordinaria son también dignas de ser recordadas. Los dolores de cabeza lo acompañaron casi toda la vida, alcanzado a veces niveles insoportables. En Don Bosco debemos considerarlas como iniciadas precozmente, en forma de estado anémico cerebral, por las condiciones precarias de su juventud. Favorecidas por las largas vigilias, por las noches sin dormir y por el estudio incansable, estuvieron luego alimentadas por disturbios oculares, que desde joven se posesionaron de él y acabaron en casi completa ceguera.

Otro compañero fue el dolor de ojos. En los primeros tiempos de su apostolado en las cárceles había sufrido ya perturbaciones en la vista, que le hacían cada vez más molesta la fijación de la misma especialmente ante la luz viva. Desde 1843, a los 28 años, comenzó a sentir picor en los ojos, entre otras causas por la luz que lo acompaña para estudiar, escribir y corregir pruebas de imprenta. También pudieron ser causa los rayos, que por cuatro veces lo visitaron. En 1840, en el seminario de Chieri, mientras estaba asomado a una ventana, contemplando un temporal, cayó al suelo. Los compañeros le creyeron muerto y lo llevaron a la cama, de la que se levantó de un salto poco después. En 1856, en julio, en unos ejercicios espirituales en San Ignacio, durante una tormenta cayó un rayo en el pavimento debajo de sus pies. En 1861, en el Oratorio, un rayo lo arrojó de la cama, quedando la habitación bañada de luz deslumbrante. En julio de 1884, en plena serenidad del cielo, cayeron sobre el Oratorio de Valdocco cuatro rayos a poca distancia uno del otro, tras haber recibido Don Bosco la comunicación de los privilegios pontificios para la Congregación Salesiana.

Los oculistas dicen que por los rayos se pueden contraer conjuntivitis, cataratas y retinitis. El primer rayo lo alcanzó a la edad de veinticinco años, y desde los veintiocho comenzó a acusar resquemor en los ojos, que es signo de la inflamación de la conjuntiva. Posteriormente le llegó la catarata, que es opacidad de la lente cristalina, la que refleja las imágenes. Esta opacidad se hizo cada vez más intensa, hasta que el ojo derecho acabó cegado en 1878. Así Don Bosco quedó corto de vista ya en edad no vieja. Esta lesión se hizo bilateral, y duró toda la vida. Se añadió la lesión de la retina, obligándole a tener su habitación casi a oscuras, y él sentado en el sofá. Desde esta habitación gobernaba la Congregación. El oculista le aconsejó que trabajara durante el período de luz natural, pero ya sabemos el caso que hizo Don Bosco.

Otra molestia persistente fue la somnolencia (sueño): la arrastró toda su vida, y lo atacaba en los lugares y momentos más impensados. En 1871, mientras hablaba con el Ministro Lanza en una audiencia en la cámara ministerial de Florencia, Don Bosco se quedó dormido. Los esfuerzos continuos de la mente y de la cabeza explican hasta cierto punto estos ataques imprevistos de sueño; no obstante, estos ataques de sueño comatoso tenían su fondo etiológico en el encéfalo, cuya función ya había sido perturbada otra vez a causa de disturbios de orden congestivo. Un día del año 1854, mientras Don Bosco entonaba en la Iglesia de Lanzo el “de profundis”, de repente se paró inmovilizado, al tiempo que su mirada parecía seguir alguna cosa (dos llamas) que recorría la Iglesia en su sentido longitudinal; tras más o menos un minutos, pudo sobreponerse, bajó de nuevo los ojos y continuó la oración. Sólo fue capaz de balbucir algo, mezclado latín e italiano, dominándose finalmente por una señal resuelta de la cruz. ¿No es esto un ataque epileptico con base congestiva del cerebro, evidenciado por la alucinación óptica de las dos llamas, como suele suceder con frecuencia al principio de los accesos epilépticos?

Durante el día Don Bosco trabajaba para sus muchachos, circulaba en busca de limosnas, confesaba y predicaba en muchos centros de la ciudad. De noche robaba muchas horas al sueño para remendar ropa y calzado, para escribir sus libros. Se acumulaba el sueño y, a veces, lo asaltaba a traición. Después de comer, recordaba Juan Cagliero, alguna vez se dormía de repente, sentado en la silla, con la cabeza reclinada sobre el pecho. Entonces, los que estaban presentes, callando callandito, se iban de puntillas para no despertarlo. Aquella era para él la hora más pesada de la jornada. Salía, iba a hacer recados por la ciudad, visitaba a los bienhechores para obtener su ayuda. “Caminando –decía entre sonrisas-, me mantengo despierto”.

Pero no siempre lo lograba. A la hora de la siesta se encontró un día en la plaza ante la Iglesia de la Consolata, con un sueño tal que no recordaba ni dónde estaba ni a dónde iba. Había allí mismo una zapatería. Don Bosco entró y pidió al zapatero que le dejara dormir en una silla unos minutos:

-       Pase, pase, reverendo. Me sabe mal porque le despertaré con golpes de mi martillo. -No, no me despertará.

En efecto, se sentó junto a una mesita y durmió desde las dos y media hasta las cinco. Al despertar miró alrededor, vio la hora y dijo:

-       ¡Pobre de mí! ¿Por qué no me ha despertado?

-       Don Bosco -respondió el buen remendón-, dormía usted tan a gusto, que hubiera sido un crimen despertarle. Así me gustaría dormir a mí.

No olvidemos que Don Bosco, en sus ejercicios espirituales inmediatamente anteriores a la ordenación sacerdotal, había hecho el propósito de no dormir más de cinco horas cada noche. Así que su somnolencia no obedecía a causas patológicas, sino a simple necesidad de descanso.

A pesar de este cúmulo de molestias, lo que más le atormentaba eran las várices. Don Bosco las llamó “mi cruz cotidiana” ya muy tarde. Encontramos a Don Bosco con edemas varicosos ya desde 1846, a sus treinta y un años. Son debidas a que las válvulas venosas, a modo de nido de golondrinas, no cierran bien y fluye demasiada sangre venosa impurificada, produciendo ulceración. Se corre peligro de erisipela y de tromboflebitis, que puede llevar a la embolia. Estudiando lo que ha escrito sobre las várices de Don Bosco, sabemos que sufrió todas estas complicaciones: sufrió erisipela en diciembre de 1861, y en 1884 en forma más grave, remitiendo sólo tras dos meses, pues tuvo disturbios de corazón.

Las Memorias Biográficas hablan largamente del edema en las piernas. Desde 1853, a sus treinta y ocho años, este edema se extendió a las extremidades, y era tan visible, que debió hacerse ayudar para ponerse los zapatos, por encima de los cuales caía la piel edematosa. Y esto, teniendo apenas cuarenta años, cuando todavía no había renunciado a desafiar y vencer a sus muchachos en las carreras. Se le pusieron zapatos elásticos. Estos favorecen a los varicosos, pero están contraindicados cuando ya hay llagas, es decir, ulceración de la piel. Así se comprende el sufrimiento de Don Bosco por el solo cambio de zapatos, que formaban una unidad con la carne llagada. Él decía que el Señor le había mandado este sufrimiento por no haber correspondido a la abundancia de sus gracias.

Don Belmonte, director de Sampierdarena, fue un día a desahogarse con Don Bosco: -Estoy tan cansado que no puedo más ¿Cómo puedo continuar con semejante vida?

Don Bosco se curvó un poco hacia delante, se levantó un trozo de la sotana y le mostró las piernas totalmente hinchadas, que caían como almohadones flojos sobre los zapatos. Sólo le dijo: - Querido mío, adelante. Descansaremos en el paraíso.

En 1867 Don Bosco va a Roma, acompañado de don Francesia. En una de las cartas dice Francesia: “¡Cuánto sufre Don Bosco!”. No se trata de daños agudos, sino que Don Bosco lleva el peso de su multiforme pasado patológico. Pero ahora se añaden otros, que tuvo celosamente escondidos: son síntomas hemorroidales, que no le permitían sentarse. Durante esta estancia en Roma Don Bosco no ahorró visitas, audiencias, confesiones, milagros... por su Obra.

El 26 de noviembre de 1871, Monseñor Gastaldi toma posesión de la diócesis de Turín. Durante la ceremonia, Don Bosco sintió fuertes dolores en la espalda y una palpitación afanosa violenta.

6. Larga enfermedad (1871 -1872)

En diciembre va a Varazze: en estos días invernales recorre los alrededores para visitar a familias de bienhechores. Al volver, cayó desvanecido en la estación y tuvieron que llevarlo en brazos al colegio. El joven médico pensó que era un ataque apopléjico, y lo sangró; pero no había tal ataque, y así resultó inútil. Desde la primera noche (6-7 de diciembre) no podía moverse, teniendo que pedir ayuda para cambiar de posición y para cualquier necesidad. Tenía dolor en la espalda, que se había difundido por toda la persona.

Llamaron a un médico de la Universidad de Turín, que diagnosticó fuerte reumatismo; volvió otras dos veces, pero no se conserva lo que dijo. Sí se conservan, en cambio, las descripciones del salesiano coadjutor Pedro Enría, que lo siguió durante los cincuenta y dos días que Don Bosco estuvo en la cama: fuerte dolor en el lado izquierdo de la espalda, inmovilizando el miembro correspondiente, con tres síntomas precisos, constantes y reincidentes: fiebre, que a veces hacía desvariar al enfermo durante horas y horas. A veces se unía, especialmente en los primeros días, un vómito obstinado que duraba horas enteras y que extenuaba al pobre paciente.

La gente se interesó por esta enfermedad, ofreciendo su vida a cambio de la Don Bosco, chicos, sacerdotes, obispos. El mismo Papa pedía noticias telegráficas y enviaba su bendición. El 20 de diciembre fue consultado otro médico, que diagnosticó pronta curación. Con ello se pensó volver a Turín cuanto antes. Una bienhechora le ofrecía una bella alfombra para su habitación de Turín para que se la pusiera a los pies y no pasara frío: Don Bosco le dijo que le quedaría mucha más agradecido si le regalaba un fajo de billetes, que lo libraría de frío de las extremidades y del dolor de cabeza que le iba a producir la vuelta al Oratorio. En total, el médico no acertó. Y el enfermo empeoró hasta tal grado, que Don Bosco rehizo su testamento.

Pasada la Navidad de 1871, se tiene una tregua, mientras la piel cae a pedazos y Don Bosco sufre fuertes picores, el enfermo bromea, y espera que la nueva piel sea mejor que la vieja. El 3 de enero de 1872 se inició una forunculosis cutánea que lo atormentaba con fiebre. En este tiempo llega un telegrama del papa Pío IX; Don Bosco queda conmovido, y lo hace colocar en un cuadro. Ya no volverán las recaídas.

El 12 de enero se hace afeitar y se lava con agua caliente: signo de que el enfermo se encuentra bien. El 14 de enero se levantó por primera vez y pasó dos horas en un sillón, cubierto con un abrigo rojo que le había mandado una bienhechora; bromeando, decía que le parecía que era una langosta roja. El 28 de enero pudo decir misa. El 15 de febrero llegaba a Turín, entrando “por la puerta mayor de la iglesia para ir a dar gracias a aquella a quien debo mi curación”.

No se sabe bien qué enfermedad sufrió. Las Memorias Biográficas hablan de fiebre miliar; y parece que así fue.

7. Enfermedades crónicas.

Desde 1872 se le añade un insistente dolor de muelas. Pues bien, desde la atalaya de su cuarto sigue a sus Oratorios de Turín y de fuera de Turín, acepta el colegio de Valsálice, acaba la fundación de las Hijas de María Auxiliadora. Hacia el 14 de mayo puede bajar de su cuarto a celebrar misa. En la sacristía, una viejecita, sorda, le suplica que pueda oír: la bendice, y oye. Pasa el verano en Alassio, cuidándole el buen Pedro Enría.

Don Bosco quemó las etapas de convalecencia: antes de un mes de la terrible y larga enfermedad, ya estaba en Turín. ¡Y era el frío febrero! Habría necesitado un largo reposo absoluto, una alimentación adecuada, y sólo quiso la comida común. Tras su muerte, a distancia de diez y seis años, en el armario de su cuarto se le encontraron las botellas de buen vino viejo que le habían regalado para su restablecimiento.

Y le quedaba la aprobación definitiva de las Reglas de su Sociedad, hacer de conciliador entre Iglesia y Estado, y el cuidado de sus 300 salesianos y sus casi 800 muchachos. Por si esto no bastase, se le añadieron los sufrimientos interiores en 1875. Recién partidos los misioneros, vuelve a aparecer su cuadro patológico: fiebre, erupciones cutáneas, sudores. Y él callaba.

 

8. En la vejez.

En febrero de 1877, en Marsella, sufre una reagudización bronquial. En abril de 1878 padece enfermedad en Sampierdarena, con vómitos, fiebre, escalofríos, sudores. Y vienen la fundación de los Cooperadores, y la iglesia de san Juan Evangelista, y los viajes a Francia, Roma, otra vez a Francia, España, la iglesia del Sagrado Corazón de Roma.

No debemos olvidar: sentado a la mesa de trabajo o en los trenes, sufre cuando se sienta por los disturbios hemorroidales; estando de pie, sufre por la hinchazón de las piernas y de un pie. Hay que añadir un absceso perianal que lo atribuló bastante tiempo y que escondió. De erguido en su persona, Don Bosco va encorvándose lentamente y adquiere la típica estampa de los últimos años, primero con las manos a la espalda para equilibra su postura, luego con el bastón. Tiene 66-67 años, pero aparenta muchos más. Y cuando alguno le pregunta por qué andaba curvado, respondía bonachonamente que llevaba la iglesia del Sagrado Corazón a sus espaldas. Esta curvación es simplemente un hecho patológico debido a la artrosis vertebral, común a los viejos; y Don Bosco tuvo una vejez precoz.

Era natural que este árbol, tan cargado de peso, aunque nacido de robusta encina, se tronchase. Y se tronchó. Fue a primeros de 1884: en una postración extrema de fuerzas, Don Bosco fue atacado por una forma aguda de bronquitis, con fiebre, tos y expectoraciones sanguinolentas. Se llamó al médico, el mismo que lo había visitado en Varazze. Entre otras cosas, halló el pulso apenas perceptible, señal de que el corazón comenzaba a cansarse. Estamos ante un nuevo caso grave: la reagudización de la consabida forma bronquial, nunca completamente desaparecida desde 1846. Estuvo poco en cama; y, contra el parecer de todos, realizó el viaje a Francia... a buscar dinero.

Hizo testamento regular y partió. Confiando en el Señor y en su voluntad indómita, puedo predicar, confesar, conceder audiencias, ir de un lado para otro.

A los sesenta y ocho años, en Marsella, en 1884, fue visitado por una celebridad médica del tiempo, el profesor Combal, de la Universidad de Montepellier. Tras un reconocimiento cuidadoso, concluyó con una frase pintoresca: Don Bosco era un vestido gastado que había que colocar en el ropero. Hizo también un diagnóstico e indicó unos remedios. Pero no sirven de nada. Don Bosco, de vuelta del viaje a Francia, fue directamente a Roma. Aquí sufrió una reagudización conjuntiva, con fiebre. No pudiendo visitar a los bienhechores, recibió audiencias y confesiones continuas, y obtuvo audiencia del papa León XIII.

En el otoño de 1884, estando en Valsálice, le asaltó un dolor tan grande en una pierna, que tuvo que volver rápidamente a Turín. Sufrió una infección de erisipela (ya tenida en 1861), con fiebre y respiración afanosa. El médico halló en la zona una costilla levantada: tal vez era consecuencia de una fractura costal del tiempo de la famosa caída por agarrar el nido. Es esta ocasión, teniendo sesenta y ocho años, es cuando el médico le rogó que le apretara la mano fuerte, viéndose obligado a gritar de dolor.

El 24 de mayo de 1885 partió otra vez a Francia. Don Viglietti, su secretario, escribe: “La salud de Don Bosco es muy mediocre: tiene tos y dolor de cabeza, y está roto y curvo”. Vuelto en julio, fue a descansar a Mati Torinese. Allí fue sorprendido por un absceso en la axila, que el cirujano le abrió. También le sobrevino un eczema en la espalda, que le producía un picor ardiente; tanto, que no pudo trasladarse a Turín para celebrar la fiesta de la Asunción. Y, como envejecía cada vez más, había que sostenerlo, y saber sostenerlo. Así un joven, que le puso la mano bajo la axila, le hizo ver santamente las estrellas.

Al final de 1885 sufrió disturbios intestinales de tipo disentérico, que le disminuyeron las pocas fuerzas. En la oscuridad de su cuarto rezaba, daba audiencias, confesaba, sufría pacientemente.

En marzo de 1886 decide viajar a España. Escribe Viglietti: “Gracias a Dios, Don Bosco no está peor”. Y más tarde: “A fuerza de bendecir, se halla sin aliento y sin fuerzas”. La jornada de Pascua sufrió resfriado y tos. Partió de Barcelona el 6 de mayo; al volver a Turín, “estaba envejecido, lento de movimientos, con poco aliento”.

En abril de 1887 una tarde se quedó de repente sin poder hablar, sin movimiento y con respiración muy dificultosa. Afortunadamente, después de una noche de buen descanso, pasó todo. Tal vez fue una embolia, y no un derrame cerebral, pues, excepto rarísimos momentos de desvanecimiento, la función cerebral siempre estuvo a punto. El 20 de abril de este año 1887 parte para Roma a la inauguración de la iglesia del Sagrado Corazón. El Papa lo recibió en audiencia; viéndolo tan enfermo, le puso sobre las rodillas un manto de armiño, que luego le regaló. En el verano fue a Lanzo, desde donde escribía: “Estoy aquí en Lanzo, medio ciego, casi enteramente cojo y casi mudo”. Viglietti lo llevaba a pasear en una silla de ruedas. El 20 de octubre realizó la última salida de la ciudad para ir a Fogglizzo, para la vestición de clérigos. Las Memorias Biográficas recuerdan su viaje en carroza, tirada por los habitantes de Montanaro y Foglizzo, entre las aclamaciones de los chicos de los dos pueblos confinantes.

9. Muerte.

Desde finales del 1887 estuvo clavado en su habitación entre la cama y el sillón. A principios de enero de 1888 tuvo una leve mejoría. El 20 de enero sufrió la última recaída, afectando particularmente los pulmones y el corazón. Este empeoramiento ya no se detuvo, llegando a complicaciones paralíticas de las articulaciones y de los esfínteres, que hicieron exclamar a Don Bosco: “Me hallo entre inmundicias”. El 29 de enero, fiesta de San Francisco de Sales, recibió la última comunión, sereno y tranquilo. La mañana del 31 de enero de 1888 Don Bosco volaba al cielo. Tenía setenta y dos años y cinco meses y medio.

 

B. Reflexiones Conclusivas.

Tras este largo recorrido por la biografía patológica de Don Bosco, surgen espontáneas algunas reflexiones conclusivas. Los frecuentes ataques de somnolencia, las repetidas cefaleas, el ataque epileptiforme padecido en la iglesia de Lanzo, la debilitación espinal, iniciada talvez al repetirse, desde el 6 de diciembre de 1871, las afecciones cardiovasculares, el agravamiento de la hinchazón de las extremidades inferiores, aclaran con suficiencia cómo en Don Bosco las afecciones de los órganos nerviosos y renales, primero, y segundo lugar, agravándose desde el año 1871 hasta su último suspiro, le desgastaron la vida, al principio inadvertidamente, mientras que después de 1880 se puede decir que su organismo estaba casi reducido a un gabinete patológico ambulante, en medio del cual brillaba, no obstante, una mente siempre activa y anhelante por alcanzar su meta gloriosa.

En ese multiforme cuadro patológico padecido, la figura de Don Bosco sobresale en grandeza, pues le fue concedido el arte de esconder el dolor. Lo hizo desde la juventud hasta el final de su existencia. Y no sólo esto, sino que supo soportar y esconder este calvario en modo excepcional. Debía pasar la vida con la juventud; y los jóvenes tienen necesidad de una faz acogedora. Sus íntimos habían comprendido su táctica; por eso, los días en que lo veían más chistoso que de costumbre, comentaban entre sí: “Don Bosco debe de tener hoy alguna grave dificultad”.

Esta aceptación fue conciente. Por una sola cosa no rezó nunca Don Bosco: por la curación de sus enfermedades, aun dejando que los otros hicieran. En una ocasión, invitado a pedir por su salud, respondió: “Si supiese que una sola jaculatoria bastaba para curarme, no la diría”. Logró integrar el dolor como una parte más de su vida: comparando las obras y la salud de Don Bosco, su rica y única personalidad aparece más admirable y gigantesca santidad. Asimiló el dicho paulino de no querer conocer más que a Cristo, y a éste crucificado. Su aceptación se convierte en una manifestación de la grandeza de Dios, que manifiesta su poder en la debilidad. Con el respeto debido, nos atreveríamos a calificar a Don Bosco como “varón de dolores”, como oveja llevada al matadero sin proferir balido de queja. Es el siervo de Yahvé, consumido para redención de los jóvenes. Por eso atrajo a sí como imán.

A esta actuación sacrificial asoció a su madre. Ella le había anunciado proféticamente que “comenzar a decir misa es comenzar a sufrir”. Cuando mamá Margarita, harta de los chicos, resuelva abandonar el Oratorio, el hijo, simplemente siguiendo la enseñanza de la madre, le señalará con un gesto el Crucifijo pendiente detrás de su mesa; la madre, admirable, sólo musitará: “Tienes razón, Juan”. ¿Quién, ante esta escena, no recuerda las palabras del otro Juan: “Al pie de la Cruz estaba su madre”?

Terminemos. Al volver Don Bosco de Roma en 1867, sus chicos, le habían escrito en la puerta del Oratorio: “Roma te admira; Turín te ama”. Estupefacción romana, habituada a grandezas; amor turinés, respuesta juvenil. Yo me quedaría con la admiración amorosa o con el amor admirativo.

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