Ser compasivo significa abandonar las diferencias y distinciones Los padres siempre tienen la tentación de comparar a sus hijos con los de los demás, y sus hijos entre ellos.

«¡Mi hijo es mucho más inteligente que ese!», «En la escuela, mi hija les saca ventaja a todos...», «Mi hijo es muy bueno en todo...». Algunos padres sobreestiman a sus hijos y les ejercen una enorme presión, con el riesgo de que cada fracaso se viva como un drama. Otros se dedican a las comparaciones degradantes ("Tu hermana nadaba mejor a tu edad"), que solo sirven para desanimar. Positivas o negativas, las comparaciones impiden que el niño construya una identidad sana. Los niños ya están tentados por sí mismos a compararse con los demás y definirse en relación con los hermanos y compañeros, porque también ellos viven en este mundo enfermos de un espíritu de competencia cada vez más exagerado e invasivo.

Si nos miramos críticamente, debemos reconocer que nos encontramos profundamente inmersos en todo tipo de competencias. Lo que importa es superar a los demás, de lo contrario no eres nadie. Así, poco a poco, acabamos viendo a los demás como meros peones en el tablero de ajedrez de la vida.

Este sentimiento se ve agravado por la letanía del sufrimiento humano que nos rodea desde la mañana hasta la noche. Conocemos, como nunca antes, los dolores y sufrimientos del mundo y, sin embargo, somos cada vez menos capaces de reaccionar.

Oímos hablar de conflictos armados, guerras, asesinatos, terremotos, sequías, inundaciones, hambrunas, epidemias, campos de concentración, cámaras de tortura y otras innumerables formas de sufrimiento humano, cerca o lejos de nosotros. También se nos presentan imágenes de niños hambrientos, de soldados moribundos, casas en llamas, aldeas inundadas y coches destruidos. ¿Qué provoca todo esto? Una forma de contundente indiferencia e incluso ira: «Sin embargo, no puedo evitarlo, ¿entonces?».

Responder con compasión a lo que nos presentan los medios se hace aún más difícil por su tono neutral y por el hecho de que todo esto es interrumpido regularmente por personas sonrientes que nos invitan a comprar productos de dudosa necesidad. Los niños y adolescentes se ven influenciados por este clima y lo traducen en diversas formas de agresión, tensión e inquietud.

Hay una cualidad humana que recuperar: la compasión. Enseñar a los niños esta extraordinaria virtud se ha vuelto necesario. Es una virtud intensamente humana y fuertemente evangélica. La compasión es, ante todo, una forma de mirar a los demás con ojos "limpios", libre de prejuicios, fanatismos y fijaciones diversas.

La compasión no es lástima ni siquiera mera tolerancia, sino la tercera vía entre la huida y la lucha. Nos enseña a distanciarnos del aspecto violento y deshumanizador de todas las competencias que nos ofrece la vida y del egocentrismo apático. Ser compasivo significa abandonar las diferencias y distinciones. Precisamente esto explica por qué el llamado a la compasión es temible y suscita profundas resistencias.

La compasión es una forma nueva y no competitiva de estar con los demás, y nos abre los ojos a los demás. Cuando renunciamos a nuestro deseo de ser importantes o diferentes, cuando dejamos atrás la necesidad de tener un nicho especial en la vida, cuando nuestro principal interés es ser como los demás y vivir esta igualdad en solidaridad, entonces somos capaces de vernos a nosotros mismos como el ‘uno’ al otro como un regalo único.

Reunidos en nuestra vulnerabilidad común, descubrimos que tenemos mucho que darnos unos a otros. Nuestros talentos específicos ya no son objeto de competencia sino elemento de comunión, ya no son cualidades que dividen sino dones que unen. Educativamente, significa partir de una buena gimnasia del espíritu: comprender antes de juzgar, ablandarse ante las rarezas, practicar la comprensión.

Significa darle a tus hijos la capacidad de "convivir" y escuchar los sentimientos de los demás, aquí y ahora: "¿Qué sintió Pablo después de marcar un gol en su propia meta? ¿Qué sentirá ahora después de la mala impresión que ha causado?". Compasión significa detenerse en el camino donde alguien necesita atención inmediata. No consiste en huir de la violencia, sino en tender la mano para suavizarla.

Los padres pueden comenzar con ejercicios diarios de bondad. Un pequeño ejemplo. Si vamos por la calle con nuestro hijo y tropieza y se cae, podemos reaccionar de dos formas.

Por un lado, podemos percibir su sufrimiento, no solo al sentir en nuestro cuerpo el dolor físico y el susto que nos haya podido causar por la caída, sino también al identificarnos con la vergüenza y el bochorno que pueda sentir frente a nosotros.

Por otro lado, podemos comentar con desdén: «¿Por qué no miras por dónde vas? Por supuesto que te caerás". En el primer caso, tratamos de identificarnos con nuestro hijo y participar de su sufrimiento. En el segundo, queremos eliminar cualquier tipo de empatía. Lo opuesto a la bondad, en efecto, es la culpa, el repudio, la exclusión del otro.

Es importante dar a los niños la capacidad de imaginar la vulnerabilidad de la otra persona y, reflexivamente, aceptar lo propio, la voluntad de reconocer el sufrimiento y el placer del otro y abstenerse del deseo de castigarlo o explotarlo. Un riesgo que vale la pena tomar para dejar de vivir a la defensiva y exponernos con confianza a las experiencias y riquezas que pueden provenir de otros.

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