meditacion 1 El Apóstol Santiago es muy preciso cuando hace notar que “no sabemos” rezar, que pedimos mal. Dice Santiago: “Piden y no reciben porque piden mal, pues lo quieren para gastarlo en sus placeres” (St 4, 3).


Esta afirmación, tan clara, de Santiago, me hace pensar en las ocasiones en que me invitan para bendecir algún “negocio”, alguna tienda, una farmacia, un almacén, una casa, un vehículo. Se capta en el ambiente que la finalidad por la cual han llevado sacerdote es para que “les vaya bien”. Esta es la expresión que se emplea para pedirle dinero a Dios. Las personas no piensan propiamente en Dios para darle gracias por ese negocio, por ese local, por ese vehículo.

Piensan en sí mismas, en obtener dinero, en ser preservadas de algún accidente. Dios pasa a un segundo plano. No se busca a Dios, sino el propio interés, nada más. La esposa que suplica que su marido se convierta; que deje el licor, la mala vida. En el fondo ¿qué está pretendiendo? Muy subconscientemente lo que anhela es que mejore la situación conflictiva de su casa; que cesen tantos problemas. Posiblemente no piensa en Dios. Su mente está centrada en el problema familiar.

Lo esencial de una oración es “hablar” con Dios. Si existe ese “hablar con Dios”, necesariamente se comenzará por bendecirlo, darle gracias; por reconocer nuestra poquedad, nuestra limitación. Si se habla con Dios, habrá la imperiosa necesidad de “santificar su nombre”. Cuando Santiago recalca que “pedimos mal”, está señalando uno de nuestro grandes defectos en la oración: nos buscarmos a nosotros mismos y no a Dios. Se tiene la oración no como “un hablar” con nuestro Padre, sino como un medio para buscar una solución para nuestros problemas. Si con sinceridad determináramos analizar muchas de nuestras pretendidas oraciones, nos encontraríamos con que Dios, propiamente, está ausente. Estamos muy presentes nosotros. Nos buscamos a nosotros mismos y no a Dios.

Comunicación imposible

Cuando los esposos riñen, se corta la comunicación. Viven en la misma casa, se intercambian algunas indispensables palabras, pero entre ellos no hay comunicación. Quedó cortada. El profeta Isaías se vale de figuras muy impresionistas para indicar cuál es la actitud de Dios ante el que pretende “hablar con Él”, mientras hay pecado en su corazón. Dice Isaías: “Las maldades cometidas por ustedes han levantado una barrera entre ustedes y Dios; sus pecados han hecho que él se cubra la cara y que no los quiera oír” (Is 59, 2). Las figuras que emplea Isaías son muy ilustrativas con respecto a la “falta de comunicación” entre Dios y el pecador. Una muralla los separa. Esa “muralla” no la ha levantado Dios. Es el pecador el que levanta ese muro de incomunicación. La actitud de Dios, que se cubre la cara para no oír, es muy impresionante: Dios siempre es misericordioso y comprensivo; pero el pecado le impide “poder oír y ver”. De aquí que oración y pecado no pueden cohabitar. No se puede orar mientras el corazón continúa alimentando el pecado. Es un contrasentido.

En la liturgia antigua, había una ceremonia muy expresiva; el sacerdote, antes de subir a las gradas del altar, hacía un acto penitencial con toda la asamblea. En el Antiguo Testamento, antes de que el sacerdote ingresara al Tabernáculo, tenía que pasar por una fuente en la que se purificaba.

Antes de pretender iniciar una oración, tenemos que revisar nuestra conciencia: no podemos aspirar a platicar con Dios, si hemos levantado un muro entre Él y nosotros: si estamos en pecado. Es imposible platicar con Dios, si al mismo tiempo estamos en “intimidad” con el mal. El Salmo 66 lo expresa concretamente: “Si tuviera malos pensamientos, el Señor no me escucharía” (Sal 66, 18). Dios mismo nos ha prevenido: Él se tapará el rostro para no escucharnos, si con pecado en el corazón, tratamos de tener con él una amable charla. Imposible.

El profeta Ezequiel también nos advierte que Dios no puede comunicarse con nosotros, si hay ídolos en nuestro corazón. Dice el Señor: “Estos hombres se han entregado por completo al culto de sus ídolos y han puesto sus ojos en lo que les hace pecar. ¿Y acaso voy a permitir que me consulten?” (Ez 14, 3). El silencio es la respuesta de Dios en este caso. En sentido bíblico, ídolo es todo aquello que le quita el primer lugar a Dios en nuestra vida. Todos podemos tener nuestros ídolos. El trabajo es algo santo; pero un trabajo que aparta de Dios es un ídolo. El amor es la esencia de la santidad; pero un afecto en nuestra alma que le quite el primer lugar a Dios es un ídolo.

Como hombres modernos, creemos que la idolatría está reservada para los pueblos primitivos, para tribus incivilizadas. El ansia de dinero, de poder, de placer son nuestros modernos ídolos. Nos postramos ante ellos. Es fácil creer que no somos idólatras. Dios conoce las profundidades de nuestro corazón, detecta ídolos, y no responde. No puede respondernos. Está rota la comunicación. Lo único que hace es enviar al Espíritu Santo que nos “golpee”, llamándonos a la conversión.

Todo el que se acerca a Dios no puede hacerlo con altivez. A Dios nos acercamos como mendigos. Nos sentimos hijos, de Dios, pero muy limitados. Esa actitud no puede ser sólo una “pose”. Por eso Dios mismo, por medio del libro de los Proverbios, nos dice: “El que no atiende los ruegos del pobre, tampoco obtendrá ayuda cuando la pida” (Pr 21, 13).

Esto podría complementarse con lo que afirma Jesús; “Con la misma medida con que ustedes midan con esa serán medidos” (Lc 6, 38).No podemos simular humildad ante Dios, si hemos esgrimido altanería ante el pobre que se acerca a nosotros. El pobre es un retrato muy fiel de Jesús. “Todo lo que hagan a estos mis hermanos pequeños, a mí me lo hacen”, asegura Jesús. Si hemos medido al pobre con corazón de hierro, esa misma será la medida que se usará con nosotros.

En los santos se aprecia una oración muy poderosa. Su corazón estaba abierto en gran manera al pobre. Por así decirlo, se habían olvidado de ellos mismos para pensar en los necesitados, en los pedigüeños. La falta de amor hacia el necesitado nos cierra la comunicación con Dios. La caridad hacia el pobre es llave maestra que nos abre la puerta de la oración.

Toda comunicación interrumpida con los otros, automáticamente, interrumpe también la comunicación con Dios. Jesús dijo:“Si al llevar tu ofrenda ante el altar te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí mismo d elante del altar y ve primero a ponerte en paz con tu hermano. Entonces podrás volver al altar y presentar tu ofrenda” (Mt 5, 23-24). Jesús puntualiza que si en el corazón hay algo contra el hermano, esa ofrenda no tiene ningún sentido.

No podemos intentar “hablar con Dios”, si nuestra comunicación con el hermano está cortada. San Vicente de Paúl se encontraba ya revestido para iniciar la Eucaristía. Se acordó, en ese momento, que el día anterior había tenido un altercado con un hermano; inmediatamente se quitó los ornamentos sacerdotales, y fue a reconciliarse con su hermano. Los santos toman muy en serio las palabras de Jesús. Los santos le tomaban la palabra a Dios. Por eso sabían rezar como a Dios le agrada.

 

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