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elmejorrecuerdo

Una de las actividades más sencillas, populares y divertidas, de la JMJ es el intercambio de recuerdos entre los peregrinos. Cada pequeño recuerdo es como un objeto de colección representativo de cada país.

Por supuesto yo, en mi más absoluta quiebra, también pensé en llevar algunos recuerdos sencillos. Baratos. Así que opté por  algunas medallitas que tuvieran un significado especial para mí. No me pareció suficiente. Entonces pensé que seguramente habría estampitas con la imagen de monseñor Romero en venta. Compré apenas 15 y decidí pegar frases de Romero en el terrible espacio vacío. Llevé, además, muchas más estampitas con la imagen de El Salvador del Mundo.  

Ya en la jornada, entregué con mucho orgullo mis imágenes. Estaba feliz con mis sencillos recuerdos y quería entregarlos a los jóvenes que iba conociendo. Entonces mi compañera periodista dijo algo que me sacudió: - Uno de mis mayores sueños sería regalarle al Papa una estampa de Don Bosco.

 

¿Regalarle al Papa? ¿Es eso posible? ¿Por qué no se me ocurrió eso a mí? No es posible. Es utópico pensar que se puede llegar tan cerca del mayor jerarca del Iglesia Católica entre tanta gente. ¿Para qué soñar con algo tan remoto?

 

Ella había trazado una meta mucho más alta para sí: tener fe en que, si Dios así lo quería, podría tocar a Francisco. La fe no pretende recibir todo lo que pedimos, sino en creer que Dios nos dará lo que Él quiera darnos. Es cuestión de saber creer. 

 

Entonces empecé a creer. ¿Y si yo también pudiera entregar al Papa alguna de mis estampas de monseñor Romero? Si mi compañera era capaz de llegar tan cerca, bien me le puedo pegar y colarme.

 

Esa tarde, entre las miles de personas ansiosas por ver pasar a Francisco, me encontraba como a tres filas de la valla divisoria. Había llegado con la pequeña esperanza de entregar mi estampita a su Santidad, pero ese mar de gente aplastó implacablemente mi ilusión. Incluso con la sorprendente costumbre de Francisco de romper el protocolo, era poco realista pensar que él se bajaría del papamóvil, se abriría paso entre la multitud, se dirigiría directamente a mí.  -¿Cómo te va? ¿Tenés algo para mí?. Y me extendería su mano para recibir la estampa. 

Como recurso de último minuto, se me ocurrió que, mientras levantaba la cámara con un brazo, con el otro sostendría en alto la estampa. Quizá no podría dársela en sus manos. Era perfectamente posible que, si él miraba en mi dirección, podría ver la imagen. Me bastaba con eso. 

Fueron minutos nerviosos, emocionantes. Alguien tuvo la feliz ocurrencia de pasar sobre nuestras cabezas a una pequeña niña para que Francisco se detuviera. Eso marcó la diferencia. El Papa se detuvo y abrazó a la niña. Lo vi. 

 

Y el Papa me vio a mí. De hecho, vio a toda la delegación de mi país. Sucedió algo mágico: cada quien pudo sentir su mirada de forma individual, como si hubiera mirado fijamente a los ojos de cada uno. Como si se hubiera abierto paso entre la multitud y se hubiese dirigido directamente a mí… 

No miento. Al ver el video que grabé, es posible identificar el momento preciso en el que la mirada de Francisco se posa sobre mí. 

 

Pasó tanto tiempo entre el momento en que alcé mis brazos con la estampa y el momento en que el Papa llegó, que no puedo decir con seguridad si tenía la estampa en alto cuando me vio. ¿Bajé ese brazo y sostuve solo la cámara? ¿Tenía la estampa a la altura suficiente para que él la viera? No lo sé. Nunca lo sabré. Quiero creer que fue así. Y que esa mirada que el Papa me dirigió tiene mucho que ver con esa sencilla imagen. Y que esa mirada que Francisco me dirigió tenía mucho de complicidad. 

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