Es necesario calibrar justamente el peso del pecado en la historia de la humanidad.
Si le quitamos importancia, como hizo el hereje Pelagio Enel siglo V, no se entiende por qué el Hijo de Dios, cuya Encarnación estaba prevista desde antes de la creación del mundo (según Ef 1, 4ss), tuvo también que sufrir, morir y resucitar para rescatarnos del pecado, como requisito previo para poder elevarnos finalmente a la dignidad de hijos de Dios.
Si, por el contrario, se exagera la importancia del pecado original, como hizo Lutero (s. XVI), el ser humano queda destruido desde sus orígenes, esclavo de la concupiscencia porque deja de ser libre, incapaz de construir su propio destino ya que ni siquiera la cruz de Cristo podría logra una auténtica y profunda victoria sobre el pecado que hay en él.
Ambas posturas son extremos equivocados. Ni Pelagio ni Lutero.
La gravedad del pecado queda bien reflejada en la cruz de Jesucristo. No es, pues nada que carezca de gravedad. De ahí que las consecuencias negativas del pecado sean tan tremendas.
Muchos se preguntan ¿por qué Dios no impidió el pecado? Porque la criatura humana tenía que ser libre para poder escoger conscientemente la respuesta de fe, gratitud, adoración y amor. Porque el amor de Dios buscaba justamente la correspondencia humana. Si no tuviera libertad, el ser humano no podría responder al amor salvador de Dios y tampoco sería responsable de sus actos. Esto implicaba necesariamente la libertad de poder escoger también la ingratitud y la desobediencia. Y esto último es lo que de hecho ocurrió históricamente. El ser humano no superó la prueba.
Y, al separarse consciente y libremente del Dios, la humanidad se abocó a la muerte (física y espiritual).
Sin embargo, esto no hizo que Dios dejara de amar a su criatura. Al contrario, el pecado le ofreció la oportunidad de llevar su amor hasta el extremo por medio de su misericordia infinita.
El plan original de Dios, al cual hemos hecho alusión citando Ef 1,4, no quedará frustrado.
Cristo se encarnó en la historia y se hizo hombre, como estaba previsto, de modo que la humanidad podrá alcanzar las promesas de comunión íntima con Dios en Cristo, por toda la eternidad. Pero eso es necesario previamente, la redención por el misterio pascual de Jesucristo. El misterio pascual tiene dos momentos con distinto significado:
- la muerte y la resurrección: el sacrifico de la cruz merece el perdón de Dios;
- y la resurrección que trae la fuerza que renueva y santifica a cada ser humano.
La conversión implica fe, arrepentimiento y cumplimiento de la sabia voluntad de Dios. Para eso, después de la ascensión, se quedó Jesucristo entre nosotros con su Palabra y los sacramentos y envió al Espíritu Santo.
Cristo, anduvo, en sentido contrario, el camino de Adán con su amor donde hubo soberbia, y obediencia donde hubo rebeldía, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna. Cristo en la Cruz tomó el papel de una especie de pararrayos para enfrentarse al poder destructor de la tormenta del mal.
El ser humano violó la alianza, pero Dios es fiel a su alianza. Voluntariamente, Jesucristo atrajo hacia sí el rayo mortal de nuestros pecados y le opuso resistencia. El impacto del rayo, de hecho, lo mató por un momento. Pero quien murió fue el poder destructivo del mal, pues quedó enterrado para siempre, mientras Cristo resucitaba triunfante de la muerte al tercer día y dejaba libre a la humanidad redimida.
Esta hazaña divina demuestra al ser humano sensible, la verdadera calidad del amor divino. El infinito amor y misericordia divinos no hubiera podido mostrarse al hombre en su verdadero calibre de una manera mejor. Porque no hay amor más grande que dar la vida por aquellos a quienes se ama que por cierto no habíamos portado como verdaderos ingratos.
Y si para mostrarnos su amor infinito, Jesucristo pasó lo que pasó es para que la humanidad recapacite, reconozca su realidad de criatura ante su Creador y renuncie a su actitud torpe de soberbia y desobediencia con la que solo consigue una soledad miserable.
Porque solo Dios hace feliz al ser humano. En el cielo lograremos la plena realización de los deseos más profundos de nuestro corazón que son deseos infinitos de amor, verdad, libertad, justicia, fraternidad, vida, luz, paz, etc. Y en eso consiste la felicidad que deseamos en todo lo que hacemos.
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