La inteligencia es la más elevadas de las facultades del alma. Lo propio de esta facultad es pensar, razonar. Inicialmente, cuando nacemos, la inteligencia no conoce nada. Pero poco a poco se activa y crece. Siempre se puede pensar más y mejor.
La inteligencia es una facultad inmaterial. Ello se demuestra porque los pensamientos y conocimientos no existen materialmente. La inteligencia es pura capacidad de conocimiento. Y tiene una capacidad de crecimiento ilimitado.
La inteligencia está hecha para buscar la verdad. El ser humano no puede vivir sin la verdad, aunque algunas veces uno se equivoca.
Ante el descubrimiento de la verdad pueden darse dos actitudes: adhesión a la verdad o rechazo de la verdad. Ambas actitudes son libres, pero cuando se acepta la verdad se ejerce mejor la libertad personal porque, como dijo Jesús: ‘la verdad nos hace libres’. La verdad es algo muy distinto de las opiniones, los deseos, los gusto y los pareceres subjetivos. A veces descubrimos verdades que son molestas. A veces la verdad duele.
El hombre no es dueño de la verdad. El hombre no puede decidir que es verdadero aquello que a él le conviene. Escoger lo que te conviene no cambia lo falso en verdadero. El ser humano, como buscador de la verdad, se goza en ella; se siente feliz y libre.
Si la inteligencia está hecha para buscar a verdad, el fin que busca la voluntad es la felicidad. La felicidad no se encuentra en bienes materiales. La felicidad solo puede ser alcanzada por un bien inmaterial e infinito. O sea, solo Dios hace feliz al ser humano. Si no existiera Dios no existiría la felicidad, y la voluntad humana quedaría frustrada. ¿Para qué serviría una capacidad de querer y amar cada vez más y más, si no hay un Bien último que sacie esa capacidad?
La inteligencia sirve de ayuda a la voluntad, pues le da a conocer lo que es bueno. Pues nadie ama lo que no conoce. Si la inteligencia no le enseña los bienes a la voluntad, la voluntad nada puede desear. También la voluntad es inmaterial y no es algo orgánico. La libertad y el amor son bienes inmateriales, es decir espirituales. No hay algo material que limite su capacidad de amar. El querer de la voluntad puede crecer indefinidamente.
La voluntad busca el bien. “Bien es aquello que todos apetecen”, decía Aristóteles. La voluntad quiere alcanzar el bien. Pero no se conforma exclusivamente con bienes materiales, sino que quiere todos los bienes, en especial el Bien Supremo. La felicidad humana se logra con la obtención del Bien Supremo. Ese Bien último sólo puede ser Dios.
Lo que activa la inteligencia y la voluntad del niño es su ‘yo’ y nadie más. Yo soy el que conoce y el que quiere. Yo conozco con mi inteligencia y yo quiero y amo con mi voluntad.
La esencia humana, es el ‘yo’. O sea, el hecho de ser persona.
El ‘yo’ es lo más parecido a lo que solemos llamar el alma. Es lo que media entre mi cuerpo o mi naturaleza humana, por un lado, y la persona que soy yo en lo más íntimo de mí, por otro lado. Pero no hay un ‘yo’ sin un ‘tú con quien relacionarse y compartir, y a quien amar.
Así pues, podemos distinguir en el ser humano tres niveles:
- el cuerpo humano, o naturaleza humana física,
- el ‘yo’ o alma, o vida. Algo inmaterial.
- Espíritu o el hecho de ser persona que nos permite interactuar con Dios y con lo sobrenatural.
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