Desde el punto de vista cristiano, la explicación más profunda de cómo es y cómo funciona el ser humano es que ha sido hecho por Dios y para Dios. Enseña el Catecismo de la Iglesia Católica “Dotada de alma espiritual, de entendimiento y de voluntad, la persona humana está desde su concepción ordenada a Dios y destinada a la felicidad eterna. Camina hacia su perfección en la búsqueda de la Verdad y en el amor al Bien” (1711).
En otro lugar el Catecismo enseña: “Con su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de su conciencia, con su aspiración al infinito y a la dicha, el hombre se interroga sobre la existencia de Dios. En todo esto se perciben signos de su alma espiritual” (33).
Comentando estos párrafos el teólogo Juan Luis Lorda nos recuerda algo interesante: que Dios ha dejado en el ser humano una huella. Hay una inquietud y una nostalgia en el corazón humano, en su afectividad, que señala cuál es su fin. Como dijo San Agustín: “Nos has creado, Señor para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.
Con palabras de la Sagrada Escritura: “Como anhela la cierva las fuentes de agua, así te anhela mi corazón, Dios mío. Mi alma tiene sed de Dios vivo: ¿cuándo llegaré a contemplar el rostro de Dios?” (Salmo 42,3).
Y sigue el Catecismo: “El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios. Y Dios no deja de atraer al ser humano hacia sí, y solo en Dios encontrará el ser humano la verdad y la dicha que no cesa de buscar” (27).
Pero hay dos tipos de anhelos:
- Ante las experiencias positivas de la vida, deseos de plenitud (de verdad, bondad, belleza, amor).
- Ante las experiencias negativas, deseos de salvación (perdón, reconciliación, justicia).
Cada persona desea realizarse y sufre la decepción de que las cosas no le dan lo que esperaba de ellas: todo queda por debajo de las expectativas. Ello nos ayuda a descubrir que estamos hechos para algo más.
En cada ocasión, ante un bien limitado, que se nos presenta como un destello de plenitud, se despierta el apetito de poseerlo todo y, cuando resulta que lo que se nos ofrece, en realidad queda muy por debajo de lo que, en el fondo, se esperaba, y surge una cierta frustración. Solo Dios puede sanar ésta que algunos llaman ‘enfermedad mortal’ porque nos pone al borde de la desesperación.
A veces el ser humano quiere poner su felicidad y plenitud en algo material y fija allí sus esperanzas. Entonces se entrega con una fuerza, interés y confianza que solo Dios merece. Así convierte aquello en un ídolo. Grave equivocación.
Los totalitarismos se caracterizan por tratar de llenar inútilmente esos vacíos del corazón que solo puede llenar el amor verdadero. Los totalitarismos reclaman adhesiones absolutas que solo Dios merece.
También las pasiones humanas quieren ocupar el lugar de Dios cuando se les entrega el alma. Entonces sus objetos se convierten también en ídolos (el poder, el dinero, el licor, el sexo irresponsable, la droga, la comodidad). Solo Dios merece una entrega absoluta. Solo Dios puede hacer feliz al ser humano. Y el amor cristiano a Dios está unido siempre con el amor al prójimo.
En el fondo, el ser humano es un ser religioso.
Apetecer la felicidad no es otra cosa que apetecer que la voluntad se sacie. Resulta que, por naturaleza, se desea una perfección que Dios ha dispuesto libremente que se nos dé por Jesucristo.
Sto. Tomás de Aquino dice que la vida feliz consiste “en la perfecta satisfacción de los deseos, pues entonces cada persona tendrá esa satisfacción por encima de sus aspiraciones”.
Pero nadie puede colmar sus deseos en esta vida. Solo Dios los sacia y los sobrepasa hasta el infinito. Y por eso, no descansa sino en Dios. Y volvemos a Agustín: “Nos has creado, Señor, para Ti; y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”.
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