Comunicar la fe consiste en ofrecer a otros nuestra ayuda, nuestra experiencia como creyentes, para que ellos, por sí mismos y desde su propia libertad, accedan a la fe movidos por la gracia de Dios.
Toda verdadera transmisión de la fe ha de respetar la táctica que Jesús usó con los discípulos de Emaús: diálogo, relación personal y conocimiento, conversión y sacramentos. Somos conscientes de que, antes y por encima de todo, actúa la gracia de Dios.
Vivimos en medio del relativismo: puedo pensar y decir lo que quiera, de cualquier cosa, sin dar justificación de lo que afirmo. Esto ha repercutido de manera significativa en los lugares de la transmisión de la fe: la familia, la escuela, el ambiente, e incluso, en grupos de identidad eclesial católica. De ahí que hayamos sido llamados por los romanos pontífices a una ‘nueva evangelización’. Sobre todo, desde la reunión de los obispos de América Latina en el santuario mariano de Aparecida, Brasil (2007).
Hemos sido llamados a poner en el centro de nuestro mensaje a Jesucristo, el encuentro con él y la luz y la fuerza del Evangelio. Hemos sido llamados a no presuponer nada; a no presuponer que nuestros destinatarios ya saben quién es Jesucristo, en qué consistió la Encarnación y la Redención, qué implica ser bautizados, etc.
De hecho, se advierte en las persona una sed generalizada de certezas, de valores, de objetivos elevados que orienten la propia vida. En el fondo, las personas se debaten entre las ganas de vivir, la necesidad de tener certezas, el anhelo de amor y la sensación de confusión, la tentación del escepticismo y la desilusión. “Cansados y agobiados como ovejas sin pastor” (Mt 9,36). Todos llevamos dentro la búsqueda de la verdad y el ansia por el sentido último de su vida, en consecuencia, la búsqueda de Dios.
La Iglesia celebra los sacramentos que suponen y acrecientan la fe y exigen un serio proceso de formación. Pero muchos de los destinatarios desean el rito sacramental simplemente por tradición. En esta nueva etapa, el anuncio misionero y la catequesis catecumenal, junto con la educación religiosa escolar y la acción educativa de la familia constituyen una clara prioridad.
Muchos cristianos experimentan la confusión originada por los profundos cambios sociales y culturales de nuestro tiempo (revolución sexual, ideología de género, movimiento LGTBI), dejándose deslizar hacia actitudes de abandono e indiferencia religiosa.
Otros se plantean con sinceridad cuestiones fundamentales buscando respuestas a sus dudas de fe. Pero muchas veces no llegan a encontrar a quién dirigirse en busca de ayuda y apoyo, pues no hay quien los acoja en forma reposada y dialogante, servicial y desinteresada.
El ‘da mihi ánimas’ de Don Bosco cobra así plena actualidad: “Señor, dame almas, dame personas para evangelizar y salvar; todo lo demás es menos importante. Tenemos que ofrecer firmeza y seguridad en la verdad basados en el mandato que los obispos heredaron de los apóstoles.
Nuestra misión no es otra que anunciar y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y al mismo tiempo confirmar con su autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma conciencia humana y del Evangelio.
La Escuela católica y la parroquia cumplen esta misión basándose en un proyecto educativo-pastoral, que pone el Evangelio como centro en la formación de a persona. Pero el papel de la familia cristiana es insustituible.
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