Algunos vuelven a frecuentar la Iglesia después de mucho tiempo, esperando que automáticamente se solucionarán los problemas materiales en los que están enredados. La frase ‘Aquí estoy, Señor, para que hagas mi voluntad’ no la he escuchado a nadie con esas mismas palabras, pero tal parece que eso es lo que pretenden algunas listas de peticiones que traemos ante el Señor, a cambio de lo cual le hacemos ciertas promesas y prácticas de piedad. Lo cual manifiesta una actitud más propia de otras religiones.

Ciertamente las palabras ‘pidan y recibirán’ no deben ser interpretadas como quien escribe a Santa Claus. Como si Dios fuera un proveedor que está a nuestras órdenes. Lo correcto es orar diciendo: ‘Aquí estoy, Señor para hacer tu voluntad’.

Si es posible aparta de mí este cáliz, pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú (Lc 22,42).

Si rezamos para que Dios nos libre de un problema de salud o de un aprieto económico, y sentimos que no somos escuchados, antes de sacar conclusiones equivocadas debemos recordar las siguientes enseñanzas:

No debemos imaginar a Dios cubriendo las espaldas de los que a él le rezamos, para que nos libre de todo problema y nos dé una vida fácil. La experiencia de cada día nos muestra que las cosas no funcionan así.

Dios nos ha creado libres y responsables. Eso significa que nuestras acciones tienen consecuencias. Y Dios no impedirá las consecuencias negativas de esas acciones humanas irresponsables. Si se siembran vientos se cosecharán tempestades. No hay forma de cambiar esto.

No quiere decir que el origen de los males que yo estoy padeciendo hayan sido causados por mis propios pecados. Aquí aplica el principio según el cual muchas veces los inocentes pagan por los culpables. El inocente Jesús es el mejor ejemplo. Los culpables a veces son fáciles de señalar. Cuando, por ejemplo, un borracho atropella a un peatón que está tranquilamente caminando por la acera; o cuando los hijos padecen las consecuencias negativas de los errores de sus padres que se divorcian.

Pero, en la mayoría de los casos, la causa de nuestros males es mucho más remota y permanecen desconocidas para nosotros. Es una red intrincada. Tampoco hay que culpar a nuestros antepasados como si hubiéramos heredado una maldición. Debe quedar muy claro que no hay una relación directa entre lo que yo padezco y los pecados que yo he cometido, como si fueran un castigo de Dios.

Algunos vuelven a frecuentar la Iglesia después de mucho tiempo, esperando que automáticamente se solucionarán los problemas materiales en los que están enredados. En ese caso, puede ser, por el contrario, que los problemas se incrementen. Dice así la Biblia: “Hijo mío, si te propones servir al Señor, prepárate para la prueba; mantén firme el corazón y sé valiente; no te asustes en el momento de la adversidad. Pégate al Señor y nunca te desprendas de él, para que seas recompensado al fin de tus días” (Eclesiástico 2,1-3).

De nuevo: la experiencia nos ensaña cada día que personas sin escrúpulos están sanos y cómodos, mientras que quienes se esfuerzan por hacer el bien padecen enfermedades, injusticias y pobreza. Dice Jesús: “¿Piensan ustedes que aquellos 18 sobre los que se desplomó la torre de Siloé y los mató eran peores que los demás? No, se los aseguro”. (Lc 13,4). Hay que seguir profundizando.

Es cierto que el mal del mundo tiene su origen en el alejamiento de Dios, o sea, en el pecado. Pero el pecado se ha extendido tanto y el mal se ha hecho tan grande que los sufrimientos se extienden de manera ciega y afectan al que encuentra como el torbellino de un tornado o la bola de nieve que va creciendo al caer de la montaña y arrolla indiscriminadamente todo lo que encuentra. A todos nos salpica el mal.

Dios hará justicia en su día: premio o castigo según la fe y los merecimientos. Pero, mientras tanto, no impide que, como humanidad, asumamos entre todos, las consecuencias negativas de tantas acciones irresponsables. Es lo que hemos conseguido entre todos con nuestra necia actitud de ignorar y despreciar la ley de Dios. ¡Este ‘valle de lágrimas’ es obra nuestra!

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