San Francisco de Sales, Catequista de niños. Convertido en obispo de Ginebra, pero residente en Annecy, Francisco de Sales enseñó personalmente el catecismo a los niños. Tuvo que dar ejemplo a canónigos y párrocos que dudaban en rebajarse a este tipo de ministerio: es bien sabido, diria un día, que “muchos quieren predicar, pero pocos hacen el catecismo”. Según un testigo, el obispo “se tomó la molestia de enseñar el catecismo en persona durante dos años en la ciudad, sin ser ayudado por otros”.

Un testigo lo describe sentado “en un pequeño teatro creado al efecto, y, mientras estaba allí, interrogaba, escuchaba y enseñaba no sólo a su pequeño auditorio, sino también a todos los que acudían de todas partes, acogiéndolos con una facilidad y afabilidad increíbles”. Su atención se centraba en las relaciones personales que debía establecer con los niños: antes de interrogarlos, "los llamaba por su nombre, como si tuviera la lista en la mano”.

Para hacerse entender, utilizaba un lenguaje sencillo, sacando a veces las comparaciones más inesperadas de la vida cotidiana, como la del perrito: "Cuando venimos al mundo, ¿cómo nacemos? Nacemos como perritos que, lamidos por su madre, abren los ojos. Así, cuando nacemos, nuestra santa madre Iglesia nos abre los ojos con el bautismo y la doctrina cristiana que nos enseña”.

Con la ayuda de algunos colaboradores, el obispo preparó unos “tarjetas” en los que estaban escritos los puntos principales que debían aprenderse de memoria durante la semana para poder recitarlos los domingos. Pero ¿cómo hacerlo si los niños aún no sabían leer y sus familias también eran analfabetas? Había que contar con la ayuda de personas benévolas: párracos, vicepárracos, maestros de escuela, que estuvieran disponibles durante la semana para dar las repeticio. Como buen educador, repetía con demasiada frecuencia las mismas preguntas con las mismas  explicaciones. Cuando el niño se equivocaba en la recitación de sus notas o en la pronunciación de palabras difíciles, “sonreía tan amablemente y, corrigiendo el error, volvía a encaminar a  interrogado de un modo tan encantador que parecía que, de no haberse equivocado, no habría podido pronunciarlo tan bien; lo que redoblaba el valor de los pequeños y aumentaba singularmente la satisfacción de los mayores”.

La pedagogía tradicional de la emulación y la recompensa tenía su lugar en las intervenciones de este antiguo alumno de los jesuitas. Un testigo relata que esta representación: "Los pequeños corrían exultantes de alegría, compitiendo entre sí; se enorgullecían cuando podían recibir de manos del Beato algún regalito como estampitas, medallas que les daba cuando habían respondido bien”.

Ahora bien, esta catequesis a los niños atraía a los adultos, y no sólo a los padres, sino también a grandes personalidades, “médicos, presidentes de cámara, consejeros y maestros, religiosos y superiores de monasterios”. Todos los estratos sociales estaban representados, “tanto nobles como clérigos y gente del pueblo”, y la multitud estaba tan abarrotada que “uno no podía moverse”. La gente acudía de la ciudad y de los alrededores. “Ya no se trataba del catecismo de los niños, sino de la educación pública de todo el pueblo.

El obispo no se contentaba con fórmulas aprendidas de memoria, aunque estaba lejos de despreciar el papel de la memoria. Insistía en que los niños supieran lo que debían creer y comprendieran la enseñanza. Sobre todo, quería que la teoría aprendida durante el catecismo se convirtiera en práctica en la vida cotidiana. “no sólo enseñaba lo que hay que creer, sino que también persuadía a vivir de acuerdo con lo que se cree”. Animaba a sus oyentes de todas las edades “a acercarse con frecuencia a los sacramentos de la confesión y la comunión”, “les enseñaba personalmente  el modo de prepararse adecuadamente”, y “explicaba los mandamientos del Decálogo y de la Iglesia, los pecados capitales, utilizando ejemplos apropiados, símiles y exhortaciones tan cariñosamente atractivas, que todos se sentían dulcemente obligados a cumplir con su deber y abrazar la virtud que se les enseñaba”.

En cualquier caso, San Francisco de Sales catequista estaba encantado con lo que hacía. Le gustaba hablar de las bellas expresiones de los niños, a veces asombrosas por su profundidad.

"CUANDO SAN FRANCISCO DE SALES CAMINABA POR LA CALLE, los niños corrían delante de él; a veces se le veía tan rodeado de ellos que no podía ir más lejos. Él les preguntaba “¿De quién eres hijo? ¿Cómo te llamas?”.

San Francisco de Sales y su “pequeño mundo”

El ambiente familiar, cordial y alegre que reinaba en la catequesis era un impor.ante factor de éxito, favorecido por la armonía natural que existía entre la límpida alma cariñosa de Francisco y los niños, a los que llamaba su “pequeño mundo”, porque había conseguido “ganarse sus corazones”. 

Cuando caminaba por las calles, los niños corrían delante de él; a veces se le veía tan rodeado de ellos que no podía ir más lejos. Lejos de irritarse, los acariciaba, se entretenía con ellos, preguntándoles: “¿De quién eres hijo?¿Cómo te llamas?”.

Según su biógrafo, un día diría “que le gustaría tener el placer de ver y considerar cómo el espíritu de un niño se abre y se expande poco a poco”.

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