Muchas veces en la vida perdemos el tiempo preguntándonos:” ¿Quién soy yo? “Puedes preguntarte quién eres y tener una vida entera en busca de quién eres. Pero pregunta: “¿Para quién soy?”
Esta afirmación ilumina profundamente las elecciones de la vida, porque nos impulsa a asumirlas en el horizonte liberador del don del yo. Esta es la única manera de lograr una felicidad auténtica y duradera.
De hecho, la misión al corazón de la gente no es una parte de mi vida, o un adorno que puedo quitar, no es un apéndice, o un momento entre los muchos de la existencia. Es algo que no puedo arrancar de mi ser si no quiero destruirme a mí mismo. Soy una misión en esta tierra, y para esto me encuentro en este mundo
La misión es una brújula segura para el viaje de la vida, pero no es un “navegador”, que se muestra de antemano hasta el final. La libertad siempre conlleva una dimensión de riesgo que debe ser valorada con coraje y acompañada de gradualidad y sabiduría.
Muchas páginas del Evangelio nos muestran a Jesús que nos invita a atrevernos, a despegar, a pasar de la lógica de la observancia de los preceptos a la del don generoso e incondicionado, sin ocultar la necesidad de tomar su propia cruz (cf. Mt 16.24).
El es radical. Él lo da todo y lo pide todo: da el amor total y pide un corazón indiviso.
Al evitar engañar a los jóvenes con propuestas mínimas o asfixiarlos con un conjunto de reglas que le dan al cristianismo una imagen reduccionista y moralista, estamos llamados a invertir en su audacia y a educarlos para que asuman sus responsabilidades, con la posibilidad incluso del error, del fracaso. Y las crisis son experiencias que pueden fortalecer su humanidad.