Con esta palabra profética Jesús se refiere a una condición de la vida terrena que no falta a nadie. Hay quien llora porque no tiene salud, quien llora porque está solo o es incomprendido...
Los motivos del sufrimiento son muchos. Jesús experimentó en este mundo la aflicción y la humillación. Ha recogido los sufrimientos humanos, los ha asumido en su carne, los ha vivido hasta el fondo uno a uno. Conoció todo tipo de aflicciones, morales y físicas. Experimentó el hambre y el cansancio, la amargura de la incomprensión, fue traicionado y abandonado, flagelado y crucificado.
Al llamar «bienaventurados los que lloran», Jesús no pretende declarar como feliz una condición desfavorable de la vida. El sufrimiento no es un valor en sí mismo, sino una realidad que Jesús nos enseña a vivir con la actitud justa. De hecho, existen formas correctas y formas equivocadas de vivir el dolor y el sufrimiento. Una actitud equivocada es vivir el dolor de forma pasiva, dejándose llevar por la inercia y resignación.
Tampoco la reacción de la rebelión y del rechazo es una actitud justa. Jesús nos enseña a vivir el dolor aceptando la realidad de la vida con confianza y esperanza, colocando el amor de Dios y del prójimo también en el sufrimiento: el amor transforma todo.
Precisamente esto les ha enseñado el beato Luis Novarese, cuando educaba a los enfermos y discapacitados a valorizar su sufrimiento como una acción apostólica llevada adelante con fe y amor por los demás. Él decía siempre: «Los enfermos deben sentirse autores de su propio apostolado». Una persona enferma, discapacitada puede convertirse en apoyo y luz para otros sufrientes, transformando así el ambiente en el que vive.
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