P. Joaquín Montero Umaña, SDB. QDDG Nació en San Pablo de Tarrazú (hoy, de León Cortés), en las partes altas y frías de la zona de los Santos, en Costa Rica. Su familia, compuesta por papá, mamá y siete hermanos, vivió las estrecheces de la pobreza dura. Amigo y ayudante del párroco, entre sus responsabilidades estaba cuidarle el caballo.

Terminada la primaria, trabajó como mensajero del telegrafista de su pueblo. Terminó aprendiendo el oficio y ganando veinte colones al mes.

Vivió la revolución de 1948. El P. Montero quedó en el lado de los vencedores, lo que le deparó un ascenso: telegrafista en San José, la capital.

Allí frecuentó la iglesia de Los Ángeles, donde se hizo amigo del sacristán, quien asistía al oratorio salesiano. En su compañía conoció a varios salesianos. Acudió al P. José Molina, director del aspirantado, para explorar la posibilidad de entrar allí. Era la mitad del curso escolar. Respuesta del P. Molina: - Decídase pronto.

Se decidió. Un par de años en el aspirantado de San José y, en 1950, viajó a El Salvador para continuar en el aspirantado de Ayagualo. Siguió todo su proceso de formación de modo tranquilo hasta ser ordenado sacerdote en 1963.

Casi toda su vida sacerdotal ha transcurrido en casa de formación de jóvenes aspirantes a la vida salesiana o en parroquias salesianas en varias partes de Centro América.

Durante la revolución sandinista fue expulsado de Nicaragua, donde se encontraba como párroco en la Parroquia San Juan Bosco de Managua. Se le acusaba de ser el líder intelectual de la “contra”, el grupo opuesto a los sandinistas. Una acusación divertida, pues el P. Montero es la encarnación de la sencillez, la bondad y la mansedumbre, incapaz de matar una mosca. Sigue disfrutando con regocijo de ese título “honorífico”.

Tenía vena de artista cómico. “No había zarzuela, drama o comedia en que no tuviera yo un papel”, afirmaba con inocente orgullo. Quienes lo conocimos en esos dorados tiempos podemos recordar cómo nos desternillábamos de risa con la pareja de cómicos formada por el P. Joaquín Montero y el P. Eduardo Castro.

Fue el salesiano a quien todo el mundo quería. Su fragilidad y sencillez le atraían el cariño de grandes y pequeños.

Hasta que las fuerzas se lo permitieron fue un confesor infatigable. A quien le recomendó buscarse, como Juan Pablo II, un “Castelgandolfo” para descansar, contestó: – Es que me da lástima no atender a la gente que necesita confesarse.

Salesiano de buen humor fino, ingenioso, chispeante. Sus sorpresivas y agudas frases humorísticas provocaban la hilaridad. Hace de todos. Después de una visita al geriatra alguien le preguntó cómo le había ido. – Me dijo que estoy envejeciendo; no sé cómo se da cuenta.

Murió en San Salvador (El Salvador) el día 15 de junio de 2017 a los 91 años de edad, 63 de profesión y 54 de sacerdocio.

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