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Imágen cortesía google. Hace unos años apareció en carteleras una película con ese título, protagonizada por un célebre personaje del mundo del cine. Es un investigador que actúa en contra de las fuerzas del mal, a quien se le encomiendan misiones en extremo peligrosas, por lo que se le permiten toda clase de medios para lograr sus objetivos, incluyendo la muerte impune de sus enemigos.

Se trata, ya se adivina, del famoso agente 007. Un personaje de ficción, naturalmente, que conjuga un toque de aire refinado y elegancia con la más sorprendente dosis de sangre fría cuando debe deshacerse de sus adversarios.

Algo que está ocurriendo en la cultura actual bien podría recibir el mismo título de esa película, con el agravante de que no se trata de ficción sino de una trágica y horrenda realidad. Me refiero principalmente a dos azotes que contribuyen a fraguar en nuestra época esa “cultura de la muerte”, denunciada repetidamente por los últimos Pontífices: el aborto y la eutanasia.

En el decurso de la historia humana se han dado a veces pasos de gigante que marcan hitos, liberando tras de sí un halo de triunfo y optimismo. Como tales se pueden contar los descubrimientos geográficos y científicos, los variados inventos y avances tecnológicos, que han hecho del planeta una habitación más grata y acogedora. Pero sobre todo destacan esos momentos en que la humanidad parece tomar una conciencia más profunda de su valor y su dignidad, y lo plasma en doctrinas y movimientos que desembocan en reconocimientos a nivel político, jurídico, institucional. Se podrían invocar al respecto, entre otros logros de gran magnitud: la progresiva eliminación de la esclavitud; el reconocimiento de la igual dignidad de todos los seres humanos; la popularización de la educación; la implantación de la democracia, con la participación de todos los ciudadanos en la gestión pública; las luchas que desembocaron en el reconocimiento de los derechos de los trabajadores; la declaración universal de los derechos humanos.

Sin embargo, hoy en día se asiste a un escenario que parece oscurecer tan brillante horizonte de genuino progreso. El optimismo y la sensación de un avance sostenido en el respeto por la dignidad y los derechos del ser humano se ve ensombrecido por decisiones contradictorias. La Iglesia, por medio del magisterio de sus pastores, ha ido denunciando con fuerza e insistencia los contrasentidos de una sociedad que, por un lado, se erige en defensora de los derechos humanos y cae, por otro lado, en la admisión complaciente de crímenes como el aborto y la eutanasia. Lo más grave del caso es que tales atentados contra la vida no sólo “se toleran”, sino que se han llegado a justificar como “derechos” del individuo, con su consiguiente legalización.

En el fondo de tan flagrante contradicción está un falso concepto tanto de libertad como de democracia. Se absolutiza la libertad, poniéndola por encima del valor de la vida, con el agravante de legislar contra la existencia de los más débiles: el niño no nacido y el anciano o el enfermo terminal. Concepción que parece apuntar a una libertad al servicio del hedonismo, de una vida cómoda y sin mayores compromisos, en lugar de ponerse al servicio del amor genuino. Y se llega a considerar la democracia simplemente como la prevalencia de la opinión de la mayoría, sin relación con la verdad y con los valores auténticos.

Hay valores que no se pueden poner en discusión, ni pueden someterse a lo que piense la mayoría, muchas veces condicionada por la propaganda y los intereses de partido. Uno de ellos es la vida humana. Con la llegada del nuevo milenio, parecía que la humanidad había sacado ciertas lecciones definitivas de su pasado oscuro. Pero los hechos demuestran que la triste historia de holocaustos y genocidios no ha finalizado todavía.

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